Myst I: El Libro de Atrus by Robyn Miller Rand Miller

Myst I: El Libro de Atrus by Robyn Miller Rand Miller

autor:Robyn Miller Rand Miller [Rand Miller, Robyn Miller, David Wingrove]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Fantástico
publicado: 1995-08-31T16:00:00+00:00


12

Joven Señor?

Atrus se giró, preguntándose por un instante dónde estaba. Hierbas. El olor de las hierbas. Ah, si. La cabaña de la anciana. Estaba en la Trigésimo Séptima Era de Gehn y era por la mañana.

Se sentó, se frotó los ojos y miró a la anciana que estaba medio encorvada en la abertura del pesebre.

—Perdóneme, joven Señor —dijo sin aliento—, pero el Señor Gehn quiere verle enseguida.

Atrus le dio las gracias, se levantó y se estiró. ¿Qué hora era? ¿Cuánto había dormido? Estando aquí, su sueño parecía más prolongado y más profundo. Quizá tenía que ver con el aire.

Bostezó y, sabiendo que a su padre no le gustaba que le hicieran esperar, salió al exterior.

Se ajustó las gafas y examinó la escena que se desarrollaba ante él.

A sus pies, la ladera era de un marrón tostado, peluda como el lomo de un animal. Más allá, los pliegues de la tierra que rodeaba la laguna se mostraban en marrones y verdes, en tonos tan distintos que se quedó pasmado al observar variaciones tan sutiles. ¡Y las texturas! Anduvo lentamente hasta la cresta. Árboles altos y oscuros, cuyas copas eran explosiones de hojas color negro azabache, cubrían el flanco izquierdo de la colina más cercana, terminando bruscamente en un pasto suave de hierba de un verde brillante. Atrus se rió.

—¿Por qué ríe, Señor?

Atrus se volvió y se encontró con el acólito, con el rostro serio. No le había visto al salir.

—Me reía por aquella colina de allí. Me recordaba… bueno, me recordaba a una cabeza a medio afeitar. Por la forma en que esos árboles en línea recta…

El sacerdote se adelantó un paso, miró e hizo un gesto afirmativo; pero su expresión no mostraba el más mínimo signo de diversión. Volvió a mirar a Atrus y dijo con una reverencia:

—Su padre le espera, Señor.

Atrus suspiró para sus adentros. Era su cuarto día en la isla y aquel hombre seguía manteniendo las distancias.

Bajó lentamente la ladera, silencioso y pensativo, mirando el subir y bajar de las colinas que rodeaban la laguna. Cuando la aldea apareció ante su vista, se quedó contemplándola un rato; luego miró al acólito.

—¿Cuál es tu nombre?

—¿Mi nombre?

El hombre parecía extrañamente intimidado por la pregunta.

—Sí, tu nombre. ¿Cómo te llamas?

—Me llamo… Uno.

—¿Uno? —Atrus soltó una breve risa—. ¿Quieres decir número uno?

El hombre asintió, incapaz de mirar a Atrus a los ojos.

—¿Y siempre te has llamado así?

Vaciló, luego sacudió la cabeza.

—Mi nombre de nacimiento era Koena.

—Koena —dijo Atrus, y siguió andando mientras contemplaba la agradable vista de los tejados de paja a sus pies, las pasarelas cubiertas, el delicioso contraste entre el azul intenso de la laguna y los verdes brillantes y bermejos del terreno que descendía hasta ella—. Pero ¿Uno es el nombre que te dio mi padre?

Koena asintió.

Una sonrisa se dibujó en las comisuras de la boca de Atrus. Claro. Debía haberlo supuesto. Volvió la cabeza, miró un instante al hombre, sin que le desagradaran sus rasgos más bien alargados y severos, observando a la despiadada luz del día lo áspera que era la tela de su capa, lo toscos que eran los dibujos pintados en ella.



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