Los chicos tuertos by Rocío Lardinois de la Torre

Los chicos tuertos by Rocío Lardinois de la Torre

autor:Rocío Lardinois de la Torre [Lardinois de la Torre, Rocío]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2024-03-01T00:00:00+00:00


15. Veintiocho

—Y que cada año tenga usted buena salud, señor Abderramán —me deseó el conserje, como es habitual en las fiestas importantes.

Desde el registro, había dejado de llamarme Profesor. No sé qué le contarían los agentes sobre mi antiguo yo, puede que nada. De palabra seguía tan solícito como siempre, pero su mirada se había vuelto inquisitiva, descortés más bien. Por mi casa pasaban jóvenes que no eran de su agrado, tuertos, raros, y no lo disimulaba. Alí salía del portal una mañana y el conserje le soltó a un vecino: ahí va uno de esos chicos que andan con el Profesor. A saber lo que se traerán entre manos. Alguien debió de denunciarme para que me registraran el piso, y el portero tenía todas las papeletas para ser un confidente de la policía. Desde que mi casa no era un lugar seguro, Alí se distanciaba. Había quedado, tenía ensayo, ya nos veríamos más adelante. Tal vez hubiese descubierto que yo era Abderramán Munir, o lo había sido tiempo atrás.

Correspondí al saludo del conserje en los mismos términos.

—Y que tú tengas prosperidad.

Los altavoces disparaban una música chillona. Estábamos a 25 de enero, pero ya no se conmemoraba el levantamiento contra Mubarak, sino el Día Nacional de la Policía. Hasta la palabra «revolución» había caído en desuso.

—Ha empezado la fiesta —me dijo con voz quejumbrosa.

—A Tahrir voy. Ya me ves, preparado para el festejo.

Llevaba colgadas del cuello una cámara profesional y mi acreditación de prensa caducada para moverme libremente por el barrio. Los jóvenes intentarían llegar a Tahrir cuando terminara la fiesta. Alí estaría con ellos, estaba seguro; lo habían parido las revueltas y les debía todo lo que era.

—Que Dios nos guarde al General por muchos años. No sabe cómo le envidio —me contestó el conserje—. Ya me gustaría ir a la fiesta, pero no doy abasto.

—¿Cómo te la vas a perder? Los vecinos no te lo reprocharán en un día tan señalado. Y si alguno se queja, aquí me tienes.

Ya estaba saliendo del portal cuando me retuvo unos instantes.

—Señor Abderramán —se notaba que disfrutaba llamándome así—, ¿no irá a quedarse en Tahrir después de la fiesta?

—¿Por qué lo dices?

—Por si vuelven a armarla esos chicos, aunque lo dudo. Les dieron ayer una buena tunda. ¿No oyó los disparos?

—No estaba en casa. ¿Algún muerto?

—Los hubo, pero no sé cuántos. Montaron una de las suyas en Talaat Harb y les pararon los pies.

—¿Hubo una manifestación ayer?

—Tanto como eso… Por lo que se ve, eran muy poquitos.

—Entonces hoy no aparecerán —dije.

—Dios le oiga. Menudos son esos.

A la altura de la catedral armenia llamé a Alí, pero tenía el móvil apagado. Antes de volver a marcar, ensayé el mensaje que le dejaría, neutro, sin dramatismo. No sé si saliste ayer, Alí. Solo quiero saber si estás bien.

En la glorieta de Talaat Harb, una de las empleadas de Air France recogía unos ramos de flores que habían depositado en la acera. Volvió a la oficina, los arrojó a una papelera y se puso a teclear en el ordenador.



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