Las mujeres que bordaron su libertad by Thatiana Pretelt

Las mujeres que bordaron su libertad by Thatiana Pretelt

autor:Thatiana Pretelt [Pretelt, Thatiana]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2024-08-01T00:00:00+00:00


13

Ana caminaba todas las mañanas hasta el cuartel para que la dejaran ver a su hijo apenas unos minutos. En su recorrido evitaba pasar frente a la vivienda de don Cristóbal. No tenía noticias de él desde la última noche que durmieron juntos. El español no había cumplido la promesa de ayudar a Bernardo. Solo se le veía entrar a la misa los domingos de la mano con su esposa.

Bernardo, encerrado en una pequeña y oscura mazmorra, estaba desesperanzado, flaco y con la maleza de su indomable cabello creciendo. Rezaba todos los días para que agarraran al verdadero asesino. Las monjitas de la orden de Santo Domingo visitaban la cárcel y llevaban comida y la palabra de Dios a los presos. Una de ellas era muy joven y tenía una personalidad peculiar.

—Bernardo, te he traído algo que te va a gustar.

La hermana se sacaba, traviesa, de la manga de su hábito una conserva de la fruta que más abundaba en el mercado, la piña.

—Gracias, hermana Lucía. Deseo pedirle un gran favor.

—Tú dime y si está en mis manos, veo cómo resuelvo.

—Estoy muy preocupado por mi madre. La veo sola y desconcertada. Acompáñela, hermana. Ella es lo más grande de mi vida y no quisiera que se muriera de cabanga al verme aquí metido.

—No te preocupes, muchacho, yo me encargo de ella.

Y así fue. La monjita esperaba afuera del cuartel a Ana y caminaba junto a ella hasta la Puerta de Tierra. Gracias a esas caminatas, la madre de Bernardo encontró consuelo en la religiosa.

—Hermana, la vida no ha sido justa conmigo, pero yo tampoco con ella. Tuve un esposo bondadoso y no supe valorarlo. Murió sabiendo que le fui infiel por creer las mentiras de un embustero.

—Ana, solo Dios tiene derecho a juzgarnos —la consolaba la monja mientras se comía un pedazo de piña—. Los hombres son muy embusteros.

—¡Hermana, baje la voz! Si la escuchan la pueden castigar.

—Tienes razón. No debo hablar así. La madre superiora me castiga a punta de pan y agua porque dice que tengo la lengua muy larga —aceptaba la religiosa, riéndose y dándole fuerzas a la negra.

La hermana Lucía había nacido en Cartagena y desde los 12 años sus padres la habían ingresado en un convento, ya que decían que la niña era una oveja negra.

—¿Por qué desde tan temprano la mandaron al noviciado? —preguntaba Ana a la religiosa.

—Es que me gustaban muchos los niños y no me daba abasto para uno solo. ¡Ay, Rafael Antonio del Carmelo! ¿Dónde andarás con tus suaves labios y dulce lengua?

—¡Hermana!

—No te preocupes, Ana. Yo era muy chica e inocente… ¡y poco después descubrí que el descarado se escapaba en las noches con Pepita Montoya a bañarse desnudos en el río!

—¡Ay, Dios mío! ¡Madre! Qué cosas ha hecho usted. Yo le pido perdón a Dios por todos esos años de adulterio y doy gracias por la reconciliación de los Fernández Bautista.

La joven monja la miró maliciosa.

—¡Ana, no seas hipócrita! Muchas veces los padres nos dicen: «No sientan esto, no sientan aquello, que es pecado».



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