La araña negra I by Vicente Blasco Ibáñez

La araña negra I by Vicente Blasco Ibáñez

autor:Vicente Blasco Ibáñez
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Drama, Intriga, Histórico
publicado: 1895-12-31T16:00:00+00:00


IV. Quién es ella

El alférez Lindoro, conocido en el mundo con el nombre de vizconde del Pinar, estaba a medio día con un humor de todos los diablos.

Metido en el cuarto de banderas, sufría un arresto de veinticuatro horas que le había impuesto el coronel por ciertas insignificantes faltas en el servicio, y desahogaba su mal humor echando pestes contra todo el mundo y maldiciendo la hora en que a su familia se le ocurrió dedicarlo al ejercicio de las armas y en que el gobierno tuvo la idea de dar el mando de un regimiento a un ordinariote que no hacía caso de recomendaciones, que no respetaba al representante de una de las casas nobles más antiguas de España, y que quería que todas las cosas del cuerpo marchasen con la regularidad de un reloj, aunque para ello tuviera que arrestarse a sí mismo.

La desesperación del alférez obedecía principalmente a la soledad en que estaba y que tendría que sufrir hasta las seis de la tarde hora en que terminaba el arresto.

El capitán de guardia era el único que le acompañaba y éste era un pobre hombre taciturno incapaz de ensartar seis palabras seguidas y que no tenía otro tema de conversación que las costumbres de Filipinas, donde había estado muchos años.

Tendido en un sofá con trágica desesperación y entreteniéndose en contar las pulsaciones del tiempo que marcaba el péndulo del reloj, el alférez pasaba las horas aguardando, como quien espera la más suprema felicidad, la llegada de algún oficial joven que por la fuerza de la costumbre fuera a pasar un rato en el cuarto de banderas.

Por esto cuando vio entrar al capitán Álvarez el vizconde se levantó de un salto, agradeciendo a la casualidad el feliz envío que le hacía.

Justamente en todo el regimiento Álvarez era el único que escuchaba las sandeces del alférez sin burlarse de ellas de un modo cruel; bien es verdad que el capitán se divertía oyendo los razonamientos de aquel ser superficial e insignificante, pero el vizconde era lo suficientemente obtuso para no enterarse de que su compañero le consideraba como un objeto de risa.

Álvarez aceptó el cigarro que le tendía el vizconde, y se sentó a su lado.

—Chico —dijo éste—. No puedes figurarte cuánto agradezco tu visita. ¿Vienes a acompañarme, verdad? Estoy aburridísimo y te aseguro que si me arrestan otra vez, pido mi baja en el ejército. ¿Deseas algo? ¿Has almorzado ya? ¿Quieres tomar café u otra cosilla? Nos lo traerán del café cercano: tengo cuenta abierta.

Esteban tuvo que hacer grandes esfuerzos para impedir que el alférez, deseoso de retenerle, pidiera todas las bebidas del próximo café, y cuando el vizconde se hubo tranquilizado después de pedir a un ordenanza que trajese una botella de ron y copas, Álvarez abordó el verdadero motivo que le había llevado allí.

—Oye, Lindoro —dijo el capitán Álvarez—. ¿No conoces tú a toda la aristocracia de Madrid?

—Sí, querido contestó el alférez con fatua complacencia, pues su mejor gusto era ostentar las ventajas sociales que le daba su nacimiento—.



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