La cueva de ladrones by José Antonio Giménez-Arnau

La cueva de ladrones by José Antonio Giménez-Arnau

autor:José Antonio Giménez-Arnau [Giménez-Arnau, José Antonio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1949-11-01T00:00:00+00:00


Al terminar de leer la carta, Adrián se echa sobre la cama, y allí, los ojos bañados de lágrimas, permanece largas horas.

EL día de Difuntos se da cuenta de no haber visitado la vaquería hace más de dos meses. Ahora se siente allí un extraño, y solo la presencia de Ángela y Florencio consigue arrastrarlo alguna vez. El viejo vaquero no hace sino protestar, y cada entrevista es penosa. Se comprende que los nuevos métodos no puedan agradar mucho a quien envejeció junto a unos edificios y unos sistemas intactos a lo largo de tres generaciones. Pero les guste o no, el hecho es que aquello tiene ahora otro aire. Se está acabando el segundo establo, y en el primero se han introducido mejoras en los procedimientos y en el material.

Va andando por caminos que sus pies recorrieron mil veces. Cada esquina y cada calle de este humilde y apartado barrio le es perfectamente familiar. Sabe el nombre del chico que cruza la encharcada calzada, hijo del barbero que de pequeño le cortaba el pelo una vez cada dos meses, y sabe también el de cada uno de los clientes del padre. Los va saludando con la efusión de siempre, y quisiera detenerse un rato con ellos.

—Adiós, Lucas.

—Adiós, Adrián.

Hay algo en el tono del peluquero que nada tiene que ver con la afabilidad de los viejos tiempos. ¡Qué puede tener contra él! Y de pronto se da cuenta de la fecha. Ello le tranquiliza, pensando que no es el de Difuntos día de efusiones ni de risas. ¿No lo eligió él mismo para volver a la vaquería y, mejor aún que en el cementerio, impersonal y helado, evocar en el familiar ambiente la memoria de sus padres?

Sí; la fecha se nota en aquellas gentes. Todos contestan con tristeza —¿es tristeza o frialdad?, duda él un momento— a aquel hombre que vieran nacer y crecer, cuyos éxitos universitarios fueran un poco los del barrio todo. Es día de Difuntos, y Adrián decide volver otra vez para entonces dedicarse a platicar con los amigos de una época pasada.

—Adiós, Lucía —sonríe a la lavandera que no guarda el descanso y cuelga de un tenderete la heterogénea carga de ropa lavada.

¿No le ha oído? Es tan vieja que nada tendría de particular.

—Adiós, Lucía —repite más fuerte.

—Adiós, Adrián —consigue esta vez que ella responda con voz indiferente.

Está ya en el camino que lleva a la vaquería. Allí, junto a la taberna de Mariano, un grupo de gentes que no conoce comenta un hecho curioso.

—Un pan blanco y un jarro de leche, sí, señor.

—Además de su sueldo.

—Por algo será.

—Naturalmente.

Hace como que enciende un cigarrillo, y consigue atar cabos de la entreoída conversación. Hablan de los dos chóferes de la vaquería —ahora hay dos camiones—, que reciben diariamente, además de sus sueldos, un pan y un jarro de leche.

—Ahí es nada. ¡Un kilo de pan y un litro de leche!

Se aleja, y de pronto la frase le recuerda otra idéntica oída en aquel mismo lugar. Sí. Era la noche en que velaban a su madre.



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