Diario de Tipacoque by Eduardo Caballero Calderón

Diario de Tipacoque by Eduardo Caballero Calderón

autor:Eduardo Caballero Calderón [Caballero Calderón, Eduardo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1949-12-31T16:00:00+00:00


* * *

—¿De qué se ta riyendo solo, mi amo? me dice Santicos. —De los ricos, comadre…

—Eso es jaita de caridá, sumercé…

—De veras, ¡pobres!… ¡Hola, comadre!

—¿Qué me quere sumercé?

—¿Me rasca otra vez las espaldas, ahí, entre las paletas?… Eso… Un poquito más fuerte… Menos… Más… ¡Ay!

CONVALECENCIA

EXISTE un placer que desconocen los sanos, los pictóricos, los optimistas, los fuertes, que es el de convalecer. Nunca es tan bella la vida como cuando se acaba de escapar a la muerte y se tiene la impresión física de que la salud es un equilibrio inestable que en cualquier momento puede quebrarse. Cuando estamos enfermos comprendemos que la salud no es un regalo de la naturaleza sino una gracia de la Providencia, y una y otra son soberanos caprichosos que en cualquier momento nos pueden despojar del bien que poseemos. Por eso cuando estaba enfermo, pensaba yo que la enfermedad es el estado normal del hombre y la salud es un privilegio.

Yo permanecí cerca de un año bocarriba en una cama, inmóvil, con una pierna embutida en un tubo de yeso que me subía de los calcañares hasta la cintura, en posición tan incómoda que tenía los pies más altos que la cabeza. Cuando me libertaron de aquel cepo ortopédico y comencé a caminar muy despacio, en muletas, tuve el placer inmenso de trasladarme de un lugar a otro, un placer ingenuo que jamás había sentido con tai» intensidad cuando podía correr, saltar, y subir a los árboles. Su quietud, anclados como están a la tierra, me parecía tan tremenda cuando estaba acostado, que a veces imaginaba (puesto que son vivos y deben tener alguna rudimentaria conciencia de su propia vida) que vivían suspirando por el viento de agosto que les sacude hasta las raíces, y silba en los follajes, y empuja las gruesas ramas que se doblan pugnando por desprenderse del tronco para echarse a volar.

Poco a poco descubría cosas maravillosas que creía conocidas, pero en las cuales nunca había reparado hasta entonces: entre otras el sol tibio que me calentaba las manos y al cerrar los ojos se insinuaba de pronto, violento como una hoguera que estuviera muy próxima y de la cual los párpados no pudieran proteger mis retinas. Permanecía largas horas tirado bocarriba en el potrero, mirando trabajar a las nubes, porque jamás en la ciudad había caído en la cuenta de que el cielo estuviera tan próximo y fuese tan cambiante.

Escuchaba, como un torrente subterráneo, el rumor de la sangre en la concha de las orejas; y la conciencia de mis venas y la realidad de la onda tibia y silenciosa que ellas reparten por mis entrañas, me invadía de gozo. ¡Es increíble, pensaba, que durante tantos años no hubiera aprendido a gozar de la brisa que apenas roza los vellos de mis manos, yo, que compadecía tanto la quietud de los árboles! Y este placer tan tierno y casi inexpresable que consiste en percibir la presencia o la ausencia del sol, cuando tirado en el suelo con los ojos cerrados parece que una mano suave e invisible me arropa y me destapa alternativamente.



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