Zazie en el metro (traducción Ariel Dilon) by Raymond Queneau

Zazie en el metro (traducción Ariel Dilon) by Raymond Queneau

autor:Raymond Queneau [Queneau, Raymond]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1959-01-01T00:00:00+00:00


X

DEBIDO A LA HUELGA de funiculares y metrolebuses, rodaba por las calles una cantidad acrecentada de vehículos diversos, mientras que, a lo largo de las veredas, peatonas o peatones fatigados o impacientes hacían dedo, fundando el principio de su éxito en la solidaridad inusual que debían provocar, en los posesores, las dificultades de la situación.

Trincaleón se situó también él sobre el borde de la calzada, y sacando de su bolsillo un silbato, extrajo de él algunos sonidos desgarradores.

Los autos que pasaban prosiguieron su camino. Algunos ciclistas dieron gritos de alegría y se fueron, despreocupados, en busca de sus destinos. Los motoristas en dos ruedas acrecentaron la decibelitud de su alboroto sin amagar a detenerse. Por lo demás, no era a ellos a quienes se dirigía Trincaleón.

En eso se produjo un blanco. En alguna parte, sin duda, un embotellamiento radical debía estar congelando toda circulación. Hasta que hizo su aparición un conducción interior, aislado pero de lo más banal. Trincaleón gorjeó. Esta vez, el vehículo se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó el chofer, agresivamente, a Trincaleón que se acercaba—. Yo no hice nada malo. Conozco bien el código vial. Yo, infracciones, nunca. Y tengo todos mis papeles. ¿Así que entonces qué quiere? Más le valdría ir a hacer funcionar el metro, en vez de venir a jodernos a los buenos ciudadanos. Ahí tiene, ¿está contento? ¡Qué más necesita, a ver!

Y se va.

—Bravo, Trincaleón —grita Zazie desde lejos, adoptando un aire muy serio.

—No hay que humillarlo así —dice la viuda Muak—, eso no haría más que dejarlo sin recursos.

—Ya adivinaba yo que era un salame.

—¿No lo encuentra buen mozo, usted, a este muchacho?

—Hace un rato —dijo Zazie severamente—, al que encontraba de su gusto era mi tío. ¿Los quiere a todos para usté?

Un gorgorito de sonidos agudos volvió a atraer la atención de ambas sobre las hazañas de Trincaleón. Eran mínimas. En alguna parte el embotellamiento debió descorcharse, y un chorreo de vehículos se escurría lentamente ante el canamán, cuyo silbatito no parecía impresionar a nadie. Una vez más, la corriente empezó a escasear, puesto que debía haberse producido una nueva coagulación en el punto x.

Un conducción interior de lo más banal hizo su aparición. Trincaleón gorjeó. El vehículo se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó el conductor, agresivamente, a Trincaleón, que se acercaba—. Yo no hice nada malo. Acá tengo mi permiso de conducir. Yo, infracciones, nunca. Y tengo todos mis papeles. ¿Así que entonces qué quiere? Más le valdría ir a hacer funcionar el metro, en vez de venir a jodernos a los buenos ciudadanos. Ahí tiene, ¿está contento? ¡Vaya a hacerse dar por los marroquíes!

—¡Oh! —soltó Trincaleón, impactado.

Pero el tipo se fue.

—Bravo, Trincaleón —grita Zazie, en el colmo del entusiasmo, en el que, embelesada, no deja de nadar.

—Me gusta cada vez más —dice la viuda Muak, a media voz.

—Está totalmente chiflada —dice Zazie, del mismo modo.

Trincaleón, repodrido, ya empezaba a dudar de la virtud del uniforme y de su silbato. Estaba sacudiendo dicho objeto para secarle toda la saliva que había vertido en él, cuando un conducción interior, de lo más banal, vino por su propia cuenta a colocársele delante.



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