Y entonces me enamore de ti by Carmen Ros

Y entonces me enamore de ti by Carmen Ros

autor:Carmen Ros
La lengua: eng
Format: epub
editor: ABG-Selector USA
publicado: 2017-02-01T14:38:11+00:00


XII

No debía subir ni un gramo de peso, antes al contrario: bajar tanto como fuera posible. Buena había sido la advertencia del profesor de danza: “En el escenario te ves hasta cuatro kilos más gorda. Ándale: sube de peso y no bailas”. Pero Gerardo la había llamado, en sábado, para ir a desayunar a los tacos de Crispín, cerca del Santuario de Guadalupe. Se puso pants y tenis. Solamente tonta habría dicho que no. No iba a comer ni un trozo de carnitas. Desayuno parco: agua mineral.

El punto de encuentro: un local a la mitad de una callejuela, bancas de madera y, a manera de mesas o barras, tablas pegadas a la pared. Sobre la banqueta un carro en donde el cocinero picaba, como si fuera cebolla, las carnitas; de ahí a la tortilla bañada en guacamole, crema y chiles jalapeños. El rector, en shorts y mocasines sin calcetas, comiendo tacos en la calle.

—¿Me acompañarías al Santuario? —preguntó ella.

Gerardo estaba bebiendo una Coca Cola. Instante elástico, intersticio temporal por donde se coló Arminda. Gerardo: rubio, cejicastaño, autor de Martín de los huracanes, novela buena y mala; lo primero porque la había escrito él; lo segundo porque Arminda no creía casi nada de lo que ahí ocurría, no lograba ver muchas de las escenas y, a veces, ni a los personajes. Cuando hablaron de la novela, ella hizo más bien una sinopsis, destacó algunos detalles y, claro, omitió que leerla fue confuso. Gerardo le había dicho que tenía otro material literario aún inacabado que, poco a poco, iba puliendo. Le prometió que cuando estuviera listo, Arminda sería la primera en leerlo.

¿Un novelista, como el rector, se escandalizaría con la visita a un templo? El señor rector, aún sin declaraciones expresas, podía ser un hombre liberal, de esos que confesaban un pensamiento libre, una racionalidad verdadera sin cadenas religiosas. ¿Sería de esos? ¿Como los ciudadanos del reino científico, que no entraban a la iglesia ni siquiera en el bautizo o la boda de sus hijos porque era un atentado a la razón? Arminda tuvo miedo de parecer una pueblerina, cuyo horizonte del mundo se redujera a la aldea. Qué remedio: Ya estaba dicho y a enfrentar lo que viniera.

—Sí, vamos, no lo conozco.

Mocasines y tenis fueron cuesta arriba hacia una escalinata. Arminda explicó que su tía Virginia tenía un vínculo especial con la Virgen de Guadalupe. Se trataba de una amistad estrecha, cotidiana. Amiguísimas. Una alianza peculiar.

—¿Tratos místicos?

—No sé. Imagínate: en las mañanas le pide a la Virgen que le haga piojito para despertarla.

—No me digas que se lo hace.

—Sí, por eso amanece despeinada.

Gerardo dio un paso atrás riéndose como acostumbraba: con todo el cuerpo. Arminda agregó que la alianza permitía el uso de improperios, por lo menos de parte de Virginia.

—Cuando se pelea con Caridad, otra tía que ni ella ni yo soportamos, le dice a la Virgen: Tú chíngatela, Virgencita, hazme esa caridad.

Bajaron el volumen de las voces, se sentaron en una de las bancas delanteras. Por qué quería tanto a Virginia, quiso saber Gerardo.



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