(Warhammer - Crónicas Del Embajador 02) Los dientes de Ursun by Graham McNeill

(Warhammer - Crónicas Del Embajador 02) Los dientes de Ursun by Graham McNeill

autor:Graham McNeill [Mcneill, Graham]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: sf_fantasy
ISBN: 9788448034184
editor: Timun Más
publicado: 2011-12-31T17:08:41+00:00


III

—¡Maldita sea! ¿Cuánto más tendremos que esperar? —bramó Clemenz Spitzaner yendo y viniendo ante el gran retrato de la reina khan Miska en la antesala de los Héroes.

El interior del Palacio de Invierno de la zarina era tan impresionante como Kaspar recordaba; las paredes de hielo macizo relucían a la luz de miles de velas colocadas en titilantes candelabros. Columnas de hielo negro, rasgadas por sutiles vetas doradas, se alzaban hasta la gran bóveda del techo, en la que un inmenso mosaico representaba la coronación de Igor el Terrible.

—Acabarás gastando la alfombra —dijo Kaspar, que estaba de pie y con las manos juntas a la espalda.

Aunque lo juzgaba en exceso ostentoso, se había puesto el atuendo oficial para la audiencia que al fin la zarina se había dignado concederles: sombrero con escarapela y una larga pluma azul, levita bordada y chaleco abrochado con botones de plata grabados, y elegantes pantalones enfundados en unas botas de montar negras y pulidas. Spitzaner y los oficiales de su ejército iban vestidos de uniforme; eran unas ropas de colorines, casi ridiculas y nada prácticas, con profusión de galones de oro y guarnecidas de encaje y charreteras de bronce.

Los dos emisarios del Emperador llevaban sobrios trajes oscuros, y la única concesión decorativa eran los fajines dorados y escarlatas atados en torno a la cintura, y los sellos imperiales prendidos en las solapas. Bautner miraba maravillado a su alrededor, mientras Michlenstadt se quitaba algunas hebras de la chaqueta.

—Tú eres el embajador —dijo Spitzaner, enojado—. ¿No podría habernos procurado una audiencia con la zarina sin tanta demora? Mi ejército ya lleva cinco días acampado al otro lado de las murallas de su maldita ciudad. ¿Acaso no quiere que la ayudemos?

—La zarina decide por sí misma a quién y cuándo recibe —le explicó Kaspar—. Su consejero, Pjotr Losov, digamos que no es precisamente el más colaborador de los hombres cuando se trata de conceder audiencias.

—¡Que Sigmar la maldiga, pero esto me saca de quicio! —gruñó Spitzaner.

—Me temo que no nos queda más remedio que esperar —terció Michlenstadt, amigablemente.

—Sí —dijo Bautner—. Ninguno de nosotros puede obligar a un monarca a moverse a un repique de tambor que no sea el suyo. Hay que esperar a que le plazca recibirnos, puesto que tenemos órdenes estrictas de librarle las cartas en mano a ella y sólo a ella.

Kaspar se obligó a sí mismo a no prestar atención a las impacientes idas y venidas de Spitzaner —en los últimos días no había hecho más que comportarse como un estúpido, incordiando más que un grano en el culo—, y se alejó por la antesala deteniéndose ante el retrato de Anastasia, otra infame reina khan. La mujer del cuadro montaba en su carro de guerra empuñando las armas mientras el cielo se abatía sobre ella. Alta y hermosa, aquella Anastasia tenía las facciones de una ferocidad que traducía la dureza de la tierra en la que había nacido, ferocidad que no se hallaba en el rostro de la Anastasia que Kaspar conocía. La reina



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