Viaje al fin del mundo: Galapagos by Alberto Vázquez-Figueroa

Viaje al fin del mundo: Galapagos by Alberto Vázquez-Figueroa

autor:Alberto Vázquez-Figueroa [Vázquez-Figueroa, Alberto]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1984-07-01T00:00:00+00:00


Segunda Parte

GALÁPAGOS

Capítulo X

EL REY DE GALÁPAGOS

Un dragaminas de la Armada ecuatoriana me aguardaba en el Puerto de Esmeraldas, en el extremo norte del país. Llevaba ya una noche de viaje hacia las islas Galápagos en su maniobra anual en compañía del resto de la flota, cuando un radiograma del Ministerio de Marina le obligó a regresar a recogerme.

Es un favor que siempre tendré que agradecer a los ecuatorianos y, en especial, a su Marina.

Desde Quito, tuve que descender, a velocidad suicida, toda la sierra andina hasta la cálida Esmeralda de las hermosas playas y la gente negra, los únicos descendientes de esclavos africanos en Ecuador. Fueron cuatrocientos interminables kilómetros, en los que no pude detenerme ni un instante.

Cuando llegué, el río arrastraba muy poca agua; había bajamar y el barco aparecía fondeado a poco más de una milla de la costa. El tercer oficial me aguardaba en la playa y me hizo embarcar rápidamente en un minúsculo cayuco (ligera piragua indígena labrada en un tronco). Consideré imposible cruzar, en tan frágil embarcación, la barra del río para adentrarnos, luego, en el mar, pero en eso demostré que recordaba mal el océano Pacífico y la razón de su nombre. Era como una balsa de aceite y presentaría el mismo aspecto durante toda la travesía, y aun durante mi estancia en las islas. Cualquier piscina, en cuanto tuviera un solo bañista, resultaría mucho más agitada que esa inmensidad de agua, la mayor que existe, que se extiende desde las costas donde me encontraba, hasta las de la China. Medio mundo: medio mundo en calma, casi sin un rumor.

El buque, pequeño y moderno, se llamaba, por coincidencia, Esmeralda, y al subir a bordo, me saludó una tripulación y una oficialidad afables, aunque molesta por el hecho de que un extraño les hubiera hecho perder contacto con el resto de la flota. Inmediatamente, levamos anclas. Bajé a cenar; y cuando regresé al puente de mando, era ya de noche y de nuevo me sorprendió la tranquilidad de las aguas. Siempre me cuesta trabajo acostumbrarme al Pacifico, habiéndome criado en las costas africanas de olas gigantescas e interrumpidas tempestades.

Allí, era como si el Esmeralda no tuviera quilla, y se deslizara sin el menor esfuerzo sobre una inmensa pista de hielo azul oscuro.

Me sentía feliz; tres días de navegación, mil kilómetros, seiscientas millas marinas, era cuanto me separaba del archipiélago que venía buscando desde tan lejos y con el que llevaba soñando durante tantos años.

En el puente de mando, los oficiales de guardia intentaban darme conversación, saber de mí, de mis viajes, de dónde venía y lo que hacía. Saber de España…

No tenía ganas de hablar; no creí que valiera la pena contarles nada, sin comprender que, para aquellos hombres de mar, acostumbrados a noches y noches de monotonía, la novedad que suponía un pasajero podía ser una gran distracción. Egoístamente, sólo deseaba contemplar aquel mar en calma y pensar en las islas.

En aquella última etapa, el viaje, encerrado pequeño espacio del Esmeralda, se me hizo largo, inacabable, incómodo.



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