Verdolatría: la naturaleza nos enseña a ser humanos by Santiago Beruete

Verdolatría: la naturaleza nos enseña a ser humanos by Santiago Beruete

autor:Santiago Beruete [Beruete, Santiago]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Filosofía, Ciencias naturales
editor: ePubLibre
publicado: 2018-10-01T00:00:00+00:00


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«CLAUSTROFILIA»

(LA MEMORIA)

La palabra claustro es un eco de su propio silencio.

CLAUDIO BERTONI

El silencio probablemente sea uno de los más preciados tesoros de la próspera, multitudinaria y siempre efervescente Manhattan. Hay que peregrinar hasta el noroeste de esa isla que nunca duerme para respirar una calma milenaria, de ultramar, colmada de resonancias, y que no se parece a ninguna otra. Allí, en el parque Fort Tryon, se encuentran varios claustros románticos y góticos, traídos desde la vieja Europa y ensamblados formando un monumental pastiche conocido como The Cloisters (en español, los claustros), que acoge un museo, por lo demás, extraordinario, dedicado al arte de la Edad Media. Unos de los mayores atractivos de ese remedo de monasterio son cuatro jardines claustrales, que intentan evocar un glorioso pasado con más efectismo que fidelidad histórica.

Por más que se encuentren fuera de contexto, su reconstrucción deje mucho que desear y la voz del genio del lugar suene impostada, es difícil no dejarse cautivar por la paz que se respira entre esos viejos muros ni rendirse a su natural encanto. Esa caja de piedra posee una cuarta dimensión invisible a la vista. A la anchura, la profundidad y la altura se suma la luz. La austera geometría de su diseño, su elaborada simplicidad y la energía concentrada en sus ilimitados límites convierten los claustros en ventanas hacia una realidad sobrenatural. Que estos sean un simulacro o una imitación más o menos lograda no impide, ni mucho menos, que un antiguo regocijo te esponje el alma.

La historia de cómo esos claustros fueron arrancados de sus emplazamientos originales en el norte de España y el sur de Francia, desmontados piedra a piedra, trasladados allende los mares y reconstruidos en ese hermoso enclave de Nueva York, que aún no figuraba en los mapas, sería épica sino fuera también grotesca e incluso lamentable. Todo comienza cuando el escultor estadounidense George Grey Barnard (1863-1938), quien, después de haber estudiado en la Academia de Bellas Artes de París, se había instalado junto con su familia en una localidad cercana a Fontainebleau, empezó a atesorar en muy poco tiempo una impresionante colección de piezas y objetos medievales, pertenecientes en su mayoría a cuatro monasterios: San Miguel de Cuixá, Saint-Guilhem-le-Désert, True-sur-Baïse y Bonnefont-en-Comminges. Desde 1905 hasta 1913 adquirió por todos los medios a su alcance tallas, tapices, vidrieras, pergaminos, cruceros, relicarios, marfiles, cálices, cofres y un largo etcétera de preciadas creaciones artesanales, además de arcos, columnas, puertas ábsides y otros elementos arquitectónicos. Su afán coleccionista no conocía límites. Si bien muchas de sus adquisiciones hacía mucho que se habían sacado de sus emplazamientos originales a causa del vandalismo, el saqueo o el pillaje acaecidos en el curso de las guerras de religión del siglo XVI, la revolución francesa y un sinfín de conflictos menores, no reparó en gastos ni escatimó argucias a la hora de hacerse con bienes artísticos de inestimable valor. Su desfachatez llegó tan lejos que, en 1913, compró a madame Baladud de Saint Jean diez o más arcos góticos pertenecientes al monasterio de San Miguel de Cuixá, que decoraban su casa de baños en la localidad de Prades.



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