Venganza de sangre by Sebastián Roa

Venganza de sangre by Sebastián Roa

autor:Sebastián Roa [Roa, Sebastián]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2010-01-01T05:00:00+00:00


II

Blasco despertó sobresaltado y miró alrededor. Junto a él, Fulco de Payens seguía durmiendo, y lo mismo hacían los demás integrantes de la Compañía Negra. El mismo sir Robert Keith roncaba bajo un manto a pocos codos de allí.

El aragonés observó el cielo, aún cubierto por la débil oscuridad. Le parecía que acababa de cerrar los ojos y, sin embargo, todos los fantasmas de su pasado le habían hecho el honor de visitarle. Como siempre, entre aquella bruma maldita que se encargaba de mortificarle.

«Demasiados recuerdos para una noche tan corta», se dijo. Cuidadoso, se levantó y pasó por entre los guerreros que montaban guardia. Caminó arrebujado en un manto y llegó hasta donde había visto quedarse al desertor del día anterior, Alexander Seton. Sintió el frescor de la mañana prematura trepar por su piel y miró a levante, allá donde la aurora pugnaba por aparecer. Bajo la tenue claridad, las hogueras inglesas tachonaban de luces la campiña. La visión del lejano fuego le trajo al recuerdo la noticia que él y los demás caballeros de la Compañía Negra habían recibido apenas un mes antes: el terrorífico epílogo que cerraba aquella obra absurda en la que los malvados triunfaban y las buenas gentes sufrían. La historia de su vida. Y es que en los umbrales de la primavera pasada y en una islita del Sena en París, el gran maestre de la Orden del Temple, Jacques de Molay, había ardido vivo. Como relapso, tras retractarse públicamente de sus confesiones arrancadas a fuerza de tormento. Con su último aliento, el maestre Molay había lanzado una horrible maldición hacia el mismísimo Papa, hacia el rey de Francia y hacia quienes habían hecho posible la cruel farsa que acabó con el Temple. Y su antiguo preceptor y amigo, el buen Hugo de Pairaud, había estado a punto de correr la misma suerte. Convertido en un pingajo humano, el visitador no había tenido valor de renunciar a la vida en cautiverio perpetuo. Su último acto había sido de cobardía. Blasco sintió un escalofrío. Cobardía como último acto de la vida… ¿Le pasaría lo mismo a él? Pronto lo comprobaría. Pero antes, ingenua esperanza, el aragonés se disponía a acabar con el rescoldo final de misión. La oportunidad postrera que solo podría aprovechar a un paso de la muerte.

—¿Quién va? —La voz conocida sacó al aragonés de sus pensamientos.

—Sir James, soy yo.

—¿Vos tampoco podéis dormir? No es poca cosa la batalla que nos espera, amigo mío.

El aragonés sonrió. James Douglas estaba sentado contra el tronco de un árbol, contemplando el lejano resplandor de las hogueras inglesas.

—Ya he dormido suficiente —respondió Blasco—. Ahora necesito hablar con sir Alexander. Debo preguntarle algo antes de entrar en combate.

Douglas el Bueno hizo un mohín de desprecio.

—Hombre de dudosa fidelidad —dijo—. Si por mí fuera, no duraría mucho.

Después señaló a su espalda.

Blasco fue hacia el lugar y descubrió un cercado de madera. Algunos ingleses de alcurnia permanecían allí, custodiados por varios escoceses armados con hachas de larga asta. Un par de prisioneros dormían, pero los demás estaban sentados en el suelo con la mirada perdida.



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