Vales tu peso en oro by J.R. Ackerley

Vales tu peso en oro by J.R. Ackerley

autor:J.R. Ackerley [Ackerley, J.R.]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788433931696
editor: Anagrama
publicado: 1989-01-01T00:00:00+00:00


Cuando Evie me despertó, oí los golpes de la lluvia en el techo. El tiempo era otra de las cosas que había omitido en mis cálculos. ¿Qué diantres podía hacer en esas circunstancias? Tal vez para cuando acabase de vestirme ya no llovería. En caso contrario, las cosas se pondrían más difíciles que nunca. Ya sabía por experiencia que telefonear pidiendo un taxi no serviría de nada. Telefoneé, y, efectivamente, no sirvió de nada. En cuanto a los autobuses, no había ni que pensarlo. ¿Cómo iba a caminar con ella por las calles de Londres bajo aquel diluvio? Contemplé con desmayo su rostro vivo y expectante. En el interior de las orejas, alrededor de las cavidades, pude advertir que le crecían una especie de mechones de pelo muy suave, como si se hubiera adornado ambos lados del rostro con unas flores de color gris claro o con unas borlas para empolvarse la cara.

—¡Ah, pequeña bribona! —le dije con cierto enojo.

Me acordé de la estación del metro de Hammersmith, y de ese medio de transporte que yo usaba muy rara vez, a pesar de que siempre me había divertido el cínico sentido del humor que lo caracterizaba. ¡Brillantes promesas, grandes desilusiones! Después de conquistar al personal con la oferta de unas estaciones de nombre románticamente rural —Royal Oak, Goldhawk Road, Sheperd’s Bush, Ladbroke Grove, Westbourne Park—, lo que hacía era introducir al pasajero en algunos de los barrios más feos y sucios del centro de Londres. Pero en esos momentos me pareció la solución más práctica; Hammersmith era una terminal; no encontraría complicaciones de ningún tipo ya que siempre había un tren esperando y al mismo nivel del andén, un tren que nos llevaría directamente a Baker Street. Cuando la lluvia amainó un poco salimos a la calle.

Evie se portó muy mal. Tuve que sacarla del metro en Royal Oak. No pude soportar ni un minuto más la agresividad y la violencia con que desafiaba a todo aquel que intentara subir, y mucho menos podía aguantar las frías miradas y los indignados murmullos que me dirigía el resto de los pasajeros, quienes se amontonaban en el costado opuesto del vagón. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que continuar comportándose de esa manera?, me pregunté, mientras sacaba del tren a aquella intolerable criatura y echaba a andar con ella bajo la lluvia. El mismo pensamiento me asaltó en la oficina en repetidas ocasiones durante el día. ¿Por qué aquel animal tan inteligente, tan afectuoso conmigo, parecía incapaz de comprender, a pesar de todo lo que le había dicho, que mi director y los otros empleados con quienes me veía conversar, eran amigos míos y tenían el derecho a entrar en mi despacho sin necesidad de ser amenazados? No había transcurrido ni la mitad del día y ya ella había puesto a todo el personal en un estado de evidente nerviosismo. Por la tarde, extenuado, caí sobre ella con exclamaciones de rabia y le pegué una bofetada más fuerte que ninguna anterior. Permaneció un



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