Uniones by Robert Musil

Uniones by Robert Musil

autor:Robert Musil [Musil, Robert]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1911-09-15T00:00:00+00:00


La tentación de la serena Veronika

En algún lugar deben oírse dos voces. Quizá solo yazgan como mudas en las hojas de un diario, unas junto a otras y entreveradas: la voz oscura, profunda de la mujer que, de pronto, se coloca de un salto en torno a ella, como las hojas del diario, envuelta por la suave, lejana, extendida voz del hombre, por esa voz ramificada, dejada a medio terminar y entre la que todavía se asoma eso que ella no tuvo tiempo de cubrir. Quizá tampoco eso. Pero quizá exista en algún lugar del mundo un punto hacia el que se disparen y donde se entrelacen esas dos voces como dos rayos, voces que, de otra manera no se destacan apenas de la fatigada confusión de los ruidos cotidianos, en algún lugar, quizá habría que desear buscar ese punto, cuya cercanía solo se percibe aquí en un desasosiego, como el movimiento de una música aún inaudible, pero que se graba con pesados e informes pliegues en el telón no desgarrado de la lejanía. Quizá así esos dos fragmentos saltarían juntos, abandonando su enfermedad y debilidad y dirigiéndose hacia lo claro, lo sólido del día, lo erguido.

—¡Tú, que giras!

Posteriormente, en los días de una horrenda decisión entre una fantasía tensada con una certeza invisible como un fino hilo y la realidad acostumbrada, en esos días de un último esfuerzo desesperado por transportar eso inasible a esta realidad, y después dejar caer y arrojarse en lo simplemente vivo como en un confuso montón de tibias plumas, él le hablaba a eso como si se tratara de una persona. En esos días él hablaba consigo mismo cada hora y hablaba en voz alta, pues tenía miedo. Algo se había hundido en él, con esa incomprensible incontenibilidad con la que, de repente, un dolor se concentra en algún sitio del cuerpo y se convierte en un tejido inflamado y sigue creciendo como una realidad y se hace una enfermedad que comienza a dominar el cuerpo con la suave y equívoca sonrisa del martirio.

—¡Tú que giras! —suplicó Johannes—, ¡ojalá tú también estuvieras fuera de mí! —Y—: …¡si tuvieras un vestido de cuyos pliegues asirte! Que pudiera hablar contigo. Que pudiera decir: ¡tú eres Dios! Y que yo llevara una piedrecita debajo de la lengua al hablar de ti, en razón de una verdad más grande. Que pudiera decir: a ti me encomiendo, tú me vas a ayudar, tú me miras, haga lo que haga, algo de mí está inmóvil y tan quieto como si estuviera en el centro, y eso eres tú.

Pero, de esa forma, solo yacía con la boca en el polvo y con un corazón que, como un niño, buscaba a tientas. Y él solo sabía que lo necesitaba, porque era cobarde, lo sabía. Pero a pesar de eso ocurría, como para sacar fuerzas de su debilidad, fuerzas que adivinaba y que lo seducían, como algo que solo en su juventud le había sucedido a veces: la poderosa cabeza, todavía sin rostro



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