Una aldea en Irlanda by Patrick Taylor

Una aldea en Irlanda by Patrick Taylor

autor:Patrick Taylor [Taylor, Patrick]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 2008-01-01T00:00:00+00:00


XXVI

Donde las montañas de Mourne se arrastran hasta la orilla del mar[46]

Brunilda arañó el bordillo con las ruedas que más cerca estaban de la acera del Paseo Marítimo cuando Barry aparcó frente al número 9. Cuando había telefoneado a Patricia la noche anterior, ella había parecido contenta al saber de él. Sonaba cansaba, pero había decidido que pasar un día alejada de sus estudios era una buena idea. Había dicho que prepararía un pícnic y que quizás hoy, el domingo, podrían hacer una escapada al campo.

Barry salió del coche y miró hacia el otro lado de la ría. La luz del sol rebotaba sobre la ondulada superficie. Las distantes colinas de Antrim, de color morado y resplandecientes por el efecto del calor, estaban tan borrosas como una fotografía mal enfocada. Un solitario barco pesquero se abría paso en dirección este por las aguas de la ría, alejándose de Belfast y las escuálidas grúas de los astilleros. Barry supuso que se dirigía a su puerto de origen en Ardglass, a unos cincuenta kilómetros siguiendo la costa. Ardglass, lugar famoso por sus arenques.

Cruzó la calle y llamó al timbre del piso número 4. En un acto reflejo, su mano derecha atusó la mata de pelo de la coronilla que, como Barry bien sabía, estaría de punta.

—Buenos días, yo… —soltó abruptamente, pero las palabras se quedaron en su garganta. Patricia estaba en el umbral, con el pelo recogido en una coleta. El hoyuelo de su mejilla izquierda entró en escena cuando le dedicó una sonrisa. Tenía la blusa desabrochada en el cuello. A Barry le costó apartar la mirada del escote que asomaba entre las solapas verde botella. Los pantalones negros de montar contorneaban perfectamente sus piernas, y las trabillas de los pies se perdían en unos minúsculos zapatos negros de tacón bajo. Llevaba una cesta de pícnic en la mano.

Lo besó con delicadeza.

—Buenos días para ti también.

Barry sintió un hormigueo tras el beso.

—Ahora —dijo—, antes de nada, quiero disculparme por mi comportamiento del miércoles. A veces me dejo llevar demasiado.

Barry sonrió.

—No tienes de qué disculparte.

—Es el trabajo. Me pongo tan…

—Hoy no se habla de trabajo. Estoy libre. Tú estás libre. Así que a disfrutar.

Ella lo besó de nuevo.

—Vamos. —La cogió de la mano y la guio hasta el coche, acomodando el paso a su cojera—. Dame la cesta —dijo.

Después de agarrar la cesta, dio la vuelta al coche hasta colocarse ante la puerta del conductor, y la depositó en el asiento trasero. Para cuando Barry subió al coche, Patricia ya estaba sentada. Barry sonrió. Patricia Spence no era de esas chicas que esperan a que un hombre les abra la puerta.

Tenía tantas ganas de arrancar que se olvidó de meter la marcha. El viejo Volkswagen no tenía sincronizador para primera. Brunilda rebotó a gusto sobre la suspensión.

—¿Has repostado con gasolina de canguro esta mañana? —preguntó Patricia, mientras el coche se estremecía y se paraba.

—Perdona —dijo, volviendo a arrancar el coche y alejándose de la acera.

—¿A dónde vamos, Barry?

—He pensado que podíamos dar una vuelta por Strangford.



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