Un reflejo velado en el cristal by Helen McCloy

Un reflejo velado en el cristal by Helen McCloy

autor:Helen McCloy [McCloy, Helen]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1950-01-01T00:00:00+00:00


CAPÍTULO DIEZ

Pues en tiempos ignotos para nosotros

comenzaron las parcas

a tejer la urdimbre de los días que hilarían

tu funesto destino, Faustina.

Los reacios golpecitos de Juniper en la puerta despertaron a Basil después de escasas horas de un sueño irregular. Mientras maldecía el excéntrico horario de oficina de Septimus Watkins, se arrastró fuera de la cama, aún somnoliento, y obligó a su cuerpo encogido a darse una ducha fría que lo espabiló sin animarlo. Un cielo encapotado y oscuro tapaba el amanecer. La niebla baja, que llegaba desde el East River, velaba la ciudad con jirones de vapor blanco mientras recorría las dos manzanas hasta el garaje de la Tercera Avenida donde guardaba el coche.

Conocía a Watkins solo por su reputación. Aquel tipo era uno de esos abogados que nunca aparecen por los tribunales, aunque llevaba más de cincuenta años ejerciendo de asesor y persona de confianza para la mitad de las grandes fortunas de Nueva York. Administraba sus fondos fiduciarios, redactaba sus acuerdos prematrimoniales y de divorcio, ejecutaba sus últimas voluntades y vigilaba sus carteras de inversiones. Era tan conocido, y se le veía tan pocas veces, que se había convertido en una tradición, casi una leyenda. Innumerables anécdotas ilustraban su gran agilidad mental y la perspicacia de sus juicios sobre el mundo. Sin embargo, como la mayoría de la gente, Basil ignoraba por completo qué aspecto tenía en realidad el hombre que se escondía detrás del mito.

A las seis menos diez, el vestíbulo del inmenso bloque de oficinas en la esquina de Broad con Wall estaba vacío, salvo por un ascensorista y una mujer de la limpieza que arrastraba cansada una fregona por el suelo de mosaico con incrustaciones de latón. Cuando Basil llegó a la planta 26, no había ninguna luz tras la doble puerta de cristal esmerilado rotulada con el letrero de WATKINS, FISHER, UNDERWOOD, VAN ARSDALE Y TRAVERS. Tiró de las manillas. Las dos hojas estaban cerradas. Vio un botoncito en la jamba y lo pulsó. Tras llamar cuatro veces, empezó a preguntarse si Watkins no engañaría a la gente adrede respecto a sus costumbres; un modo ingenioso de disuadir a las visitas. Ya se daba la vuelta para marcharse cuando los cristales se iluminaron con un tono amarillo y un hombrecito menudo y ágil abrió la puerta. Tenía el pelo blanco, pero tupido y flexible, y las mejillas redondas y sonrosadas. Parecía un hombre de mediana edad con canas prematuras. Septimus Watkins tenía más de setenta años.

—Tengo entendido que el señor Watkins está aquí a esta hora. —A Basil aún le costaba aceptar ese horario de oficina tan poco convencional—. ¿Podría decirle, si es tan amable, que el doctor Willing desea verlo?

—Yo soy Watkins. Adelante, pase. —Hablaba sin ninguna ceremonia—. Usted debe de ser Basil Willing, el psiquiatra. —Sus ojos azules eran penetrantes, pero no antipáticos—. Mi despacho está al final del pasillo, por aquí.

Dejaron atrás una recepción, tan grande como el vestíbulo de un hotel modesto. Watkins lo condujo por un largo corredor salpicado de



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