Un hijo cualquiera by Eduardo Halfon

Un hijo cualquiera by Eduardo Halfon

autor:Eduardo Halfon [Halfon, Eduardo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2015-01-01T00:00:00+00:00


Beni

Quería preguntarle si de verdad había tenido que comerse a su propio perro. Me pareció, sin embargo, una pregunta impúdica, casi impronunciable, y entonces solo me ajusté el cinturón de seguridad y sentí un poco de náusea por la imagen del perro destazado o quizás por su manera tan brusca de conducir la camionetilla blanca. Afuera, la ciudad de pronto era otra.

¿Y le gusta a usted vivir allá en Estados Unidos?

Yo me estaba esforzando por mirar hacia delante y así no marearme tanto, pero seguía buscando con la mirada sus manos sobre el volante. Unas manos demasiado pálidas y finas y pequeñas, se me ocurrió, para haber hecho todo lo que quizás hicieron.

Le contesté que sí, me gustaba. Aunque sabía que su pregunta no era una pregunta sino más bien un juicio.

Atravesábamos una zona derruida de la capital. Todas las construcciones tenían un aspecto inacabado: paredes de ladrillos y cemento crudo, techos de hojalata, columnas con hierros expuestos, ventanas con los vidrios rotos o sin vidrio alguno. El asfalto de la calle estaba lleno de hoyos; hacía rato que él ni siquiera intentaba esquivarlos.

Hule quemado, dijo.

Yo había percibido el mismo olor, y también un ligero vaho negro en el aire, pero no sabía qué era.

Manifestantes aquí cerca, dijo, incendiando llantas. Adentro de la guantera hay un pañuelo y un bote de vinagre, si le molesta el olor.

Nos detuvimos ante un semáforo rojo. En una esquina estaba hincado un anciano indígena, harapiento, desolado, con la mano extendida. En la otra esquina nos observaban dos jóvenes con apariencia de pandilleros, o acaso no nos observaban a nosotros sino a la camionetilla blanca, y yo sentí un fuerte impulso de subir la ventana y echarle llave a la puerta. Pero recordé la pistola que él siempre llevaba enfundada debajo de su saco de poliéster marrón.

¿Y está usted trabajando allá?, me preguntó, limpiándose el sudor de la frente con una mano. Yo pude haberle dicho que no, que recién había terminado el primer semestre de ingeniería en la universidad, pero me quedé callado. Y él ya no preguntó más.

Llegamos a un inmenso portón verde musgo. Había una garita de seguridad a un costado, pintada del mismo verde musgo. Encima de la garita, una bandera colgaba flácida desde la punta de un asta, como un trapo blanquiceleste.

Una vez yo también me marché para Estados Unidos, dijo.

Estiró una mano demasiado pequeña y alcanzó el paquete de Rubios sobre el tablero y encendió un cigarrillo. En su antebrazo, descubrí, tenía un tatuaje mal trazado y ya borroso de dos jaguares.

No en un avión como usted, exhalando rápido una bocanada de humo para marcar la diferencia entre su viaje y el mío. Yo tenía quince años, dijo, y salí a pie, solito, con nada más que un morral de lana. Conseguí llegar hasta Mapastepec, donde dos policías mexicanos me agarraron mientras comía unos tacos. Después me metieron en un camión junto con otros muchachos y unas horas más tarde nos dejaron a todos tirados del otro lado de la frontera.



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