Tristes sombras by Lola Ancira

Tristes sombras by Lola Ancira

autor:Lola Ancira [ANCIRA, LOLA]
La lengua: eng
Format: epub
editor: Editorial Paraíso Perdido
publicado: 2021-04-27T17:37:24+00:00


VENGANZA DE MARFIL

I

ENUGU, NIGERIA, 1940

Cuatro hombres armados se habían escabullido entre la hierba alta hasta llegar al paquidermo. El dardo dio justo en el blanco: el costado izquierdo. Una cría recién nacida estaba parada a su lado. A pesar de que la ahuyentaron a culatazos, apenas se alejó unos metros.

Dos contrabandistas sujetaron la pesada cabeza mientras los otros descuartizaban la carne de la cara del elefante para sustraerle los colmillos. Un barrito desgarrador delató que el animal aún no estaba sedado cuando empezaron a remover los dientes. Lo hacían con rapidez, era la rutina nocturna que realizaban cada semana. Los lamentos fueron perdiendo intensidad hasta difuminarse con las respiraciones y palabras apresuradas de los hombres.

Cortar la trompa y destazar la boca era la única forma de obtener los colmillos completos, pues una tercera parte de éstos estaba incrustada en el cráneo del animal. El espectáculo de los últimos minutos de vida de aquellos elefantes era siempre el mismo: los gigantes grises recostados sobre sus patas, vibrando, con una masa sanguinolenta en la faz, los restos tirados a un lado y la trompa en una canasta: su carne era codiciada en los restaurantes de la ciudad.

Al tiempo que el elefante moría, dos estadounidenses que pagaron más de mil dólares por cada uno de los colmillos bebían whisky en el bar de un lujoso hotel. Habían planeado que uno sería tallado para crear las últimas diez teclas de un piano y figurillas; el otro sería esculpido como ornamentación. Brindaban por su adquisición. Dentro de dos noches estarían a bordo del SS America de vuelta a Houston con el tesoro.

Cuando los cazadores terminaron, cada par tomó un colmillo y huyeron. Sabían que atracadores de otras comunidades no tardarían en aparecer a pesar de que varios tramperos estaban en la orilla opuesta prestos a distraerlos: los barritos del elefante atraerían algún vehículo.

Les temían porque eran tan prácticos como ellos. Disparaban sin dudar. Los cazadores ya habían perdido así a varios miembros, e incluso uno de los hijos de Aamil, el mejor tirador, perdió la movilidad de la cintura hacia abajo debido al tiro que recibió en la columna vertebral.

La comunicación deficiente por radio sólo permitía frases cortas. Lo último que escuchó Aamil fue «dos minutos». Se retiraron del lugar con el tiempo justo para escabullirse.

Con la ayuda de tres personas más lograron subir los colmillos a una camioneta destartalada. Huyeron entre silbidos de balas y las luces de los faros del vehículo de los ladrones que les ordenaban detenerse. Los que viajaban en la parte trasera divisaron que el Jeep se detuvo ante el cadáver y el pequeño elefante que, de nuevo, estaba pegado al cuerpo de su madre inmóvil.

Todo rastro de músculo y sangre fue removido, los colmillos quedaron limpios antes de las cinco de la mañana. Eran buenas piezas, cada una con un peso superior a los ciento veinte kilos. Sabían que no recibirán ni una cuarta parte de la cantidad en la que serían vendidas en el mercado negro, pero el pago alcanzaría para que sus familias no pasaran hambre hasta la siguiente cacería.



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