Tiempos turbulentos by Gonzalo Iribarnegaray
autor:Gonzalo Iribarnegaray [Iribarnegaray, Gonzalo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2005-02-28T16:00:00+00:00
* * *
Era noche cerrada. Las estrellas brillaban en el firmamento y nada parecía anunciar el desastre que se avecinaba.
El centinela entró en la tienda de Corazón de León, agotado, hablando entre jadeos.
—Nos atacan, mi rey… Los infieles… están quemando nuestras máquinas.
Ricardo le miró incrédulo durante un segundo, pero pronto reaccionó.
—Pero ¿qué dices? ¿Has perdido la cabeza?
—Mi señor, las fuerzas de Saladino se han arrojado en gran número sobre los hombres que custodiaban las catapultas, sorprendiéndoles en medio de la oscuridad. Son muchos, mi rey.
Ricardo salió inmediatamente de la tienda y pudo escuchar a lo lejos el fragor del ataque. Se alarmó ante el espectáculo. Casi veinte montañas de fuego elevaban sus llamas hasta el cielo. En ese momento sus oficiales se acercaban a la carrera, ya vestidos para el inminente combate.
—Nelson, toma a tus hombres y defiende las máquinas aún sin incendiar.
—¡A vuestras órdenes, mi rey!
—¡Enrique!
—Sí, mi rey.
—Dirige a la caballería ligera a la retaguardia del enemigo. Trata de distraerles desde allí para que abandonen el ataque, pero no les persigas si huyen.
—¡A vuestras órdenes, mi rey! —Y salió disparado.
Ricardo dio un par de órdenes más y él mismo montó un caballo y galopó hacia el lugar del enfrentamiento. A medio camino fue adelantado por Enrique y su caballería ligera, que giraban hacia la izquierda para sorprender al enemigo por la retaguardia. Tras el rey galopaban Nelson y la caballería pesada, formada principalmente por soldados ingleses. Giraron hacia la derecha en una maniobra envolvente, mientras Corazón de León y una centena de hombres atacaban por el centro.
Los musulmanes, viéndose rodeados por tres flancos, abandonaron inmediatamente el asalto. Se retiraron hacia su campamento, y Ricardo ordenó dejarlos marchar, temiéndose una trampa. Muchos de los defensores de las torres y catapultas yacían muertos sobre el terreno, pero lo peor era el incendio de las máquinas de asalto, tal y como había pretendido Saladino.
Ricardo vio cerca de veinte hogueras gigantescas envolviendo las máquinas que tanto sudor había costado levantar. Los soldados apartaban las estructuras intactas para que no fueran alcanzadas por las llamas, mientras las montañas de fuego se desmoronaban una tras otra no sin gran estruendo.
Nelson se acercó a Ricardo montando un caballo negro que brillaba por la intensidad de las llamas envolventes.
—Se han retirado, mi rey. ¿Qué hacemos?
—Doblad la guardia esta noche. Mañana reanudaremos el asalto y reconstruiremos tantas máquinas como sea necesario —gruñó Ricardo profundamente irritado.
Los días transcurrieron sin que los cristianos lograran avances importantes. Los incendios habían afectado al ánimo de los soldados, que continuaban asediando Acre con las máquinas restantes. Día y noche se escuchaban los martilleos de los carpinteros que sin descanso construían nuevas torres, catapultas y arietes. Cuando un grupo de trabajadores, ya exhausto, no podía continuar era inmediatamente reemplazado por uno de refresco. Poco a poco nuevas máquinas eran incorporadas al ataque, pero los defensores continuaban batiéndose con valentía. Las catapultas, situadas desordenadamente en los límites de la ciudad, no dejaban de arrojar piedras, abriendo importantes brechas en sus defensas, y los arietes lograban
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