Tiempo curvo en Krems by Claudio Magris

Tiempo curvo en Krems by Claudio Magris

autor:Claudio Magris [Magris, Claudio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2019-10-15T00:00:00+00:00


EL PREMIO

La cena estaba a punto de terminar, enseguida llegaría el momento de los brindis, de los discursos, de las renovadas felicitaciones al ganador. En el mantel se veía alguna mancha de vino y de vez en cuando caía una gota de cera de las velas. Los camareros acudían solícitos a sustituir platos y cubiertos, sus brazos bajaban a la mesa y se retiraban rápidos como rayos, pero esa geometría comenzaba a desorganizarse aquí y allá, algún movimiento se trababa y algún objeto resbalaba de la malla del orden, se quedaba atrás, abandonado a la inercia y al desmoronamiento de las cosas. Miró el plato de su vecino, que contaba a voces, medio girado hacia el otro lado, algo divertido, y observó la grasa que se había pegado al fondo. Aquella salsa, poco antes, era sabrosa. Quién sabe dónde y cuándo comenzaba la primera grieta, si había un momento exacto, una solución de continuidad entre el cuello almidonado y el sudado.

Lanzani le sirvió bebida ignorando su resignada negativa. «Es un Freisa extraordinario, viene de aquí cerca, a pocos kilómetros de Casale. Que los tintos franceses sean más apreciados que los piamonteses en medio mundo demuestra solo que nosotros no sabemos funcionar, que en la guerra y en el comercio estamos todavía, pese a todo, en mantillas. Por suerte, al menos en el amor…» Serra sonrió educadamente y lo miró con los ojos acuosos, que en otro tiempo fueron azules. Tuvo que hacer un pequeño esfuerzo para verlo de verdad, para observar su cabello negro y liso, la nariz grande y aguileña, la boca golosa e insolente. Desde hacía un tiempo le parecía que no era capaz de fijar la mirada en un objeto concreto, sino que pasaba por las cosas como si fueran transparentes y que se perdía, con su vista miope, en una lejanía incolora.

Sonrió otra vez a Lanzani, una triste sonrisa de excusa por sus dificultades para enfocar, para distinguir su dominadora presencia. Sabía que pocos detalles escapaban a los ojos ávidos y penetrantes de Lanzani, incluso cuando parecían solo risueños, velados por el vino o encendidos por alguna historieta contada entre plato y plato. Las raciones eran considerables, dignas, como todo el premio, de la hospitalidad de Lanzani. Era difícil expulsar a las Musas de su sede. Las sociedades que Lanzani poseía eran, para quienes oían nombrar a menudo sus siglas, impenetrables como el destino, y los periódicos en los que poseía participaciones decisivas podían contribuir a desbancar a un político de su escaño o a Dios de un corazón, pero había algo que le infundía un extraño respeto hacia la gente que juntaba palabras en el papel, inocuas y sin embargo respetadas. El generoso premio literario, que Lanzani había instituido para la narrativa joven y que era concedido por un jurado sobre el que no había nada que objetar, era la propina de un señor, pero también la ofrenda de un devoto.

El ganador había leído un capítulo de la novela premiada y ahora la costumbre quería que los demás, como homenaje a él y a sí mismos, leyeran alguna página o algún verso propio.



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