Tiberio(c.1) by Allan Massie

Tiberio(c.1) by Allan Massie

autor:Allan Massie
La lengua: es
Format: mobi
Tags: Narrativa Histórica
ISBN: 8434590573
editor: Salvat Editores
publicado: 1994-01-01T00:00:00+00:00


LIBRO 2

1

La vejez es como un naufragio. Lo vi en Augusto y hasta oí la frase de sus mismos labios aunque, si recuerdo bien, no se la aplicó a sí mismo. Yo ahora reconozco que sí me la puedo aplicar. Me siento como si me estrellara contra agudas rocas, azotado por vientos crueles. Tanto la paz de la mente como la relajación del cuerpo me han abandonado. El poeta griego Calimaco se quejó de ser asaltado por los telquinos, una tribu de caníbales dispuestos a destrozarle a uno las entrañas. Yo había creído haber construido una muralla para defenderme refugiándome en el estudio, haciendo acopio de la sabiduría milenaria que se encuentra en los libros. Pero eso no me sirvió de defensa. He sacado la conclusión de que la filosofía sólo ofrece solaz a las mentes que están ya relajadas y que, por consiguiente, no lo necesitan. Pero no es capaz de apaciguar a los malévolos y maléficos demonios que me atormentan. Yo soy, según dicen los hombres, el emperador del mundo. Hasta existen algunos necios en Asia dispuestos a adorarme como a un dios. Cuando se me dijo esto me hice a mí mismo la observación de que el único parecido que podía ver entre los dioses y yo era nuestra indiferencia hacia la humanidad en general y el desprecio que sentíamos hacia los hombres en particular.

Augusto murió a los setenta y siete años. Me había encariñado con él al hacerse viejo, cuando podía darse cuenta de la profundidad de su fracaso. Hubo momentos, pensé yo, en los que se daba cuenta de cómo había corrompido a Roma, procreando una generación de esclavos y por consiguiente de embusteros, puesto que no es posible confiar en que un esclavo diga la verdad, ya que debe siempre decir lo que piensa que su amo quiere oír. Se puso enfermo cuando yo estaba a punto de incorporarme de nuevo al ejército. Naturalmente, cambié mis planes y me apresuré a regresar a su lado. Estaba todavía consciente y lúcido. Me pidió que cuidara de Roma y de Livia. Yo sabía muy bien que, aunque esto no era lo que él hubiera deseado hacer, había llegado a apreciar mi valía personal en los últimos años de su vida. En una de sus cartas me dijo una vez: «Si tú enfermaras, la noticia nos mataría a tu madre y a mí, y lo que es más, el país entero estaría en peligro». La primera parte de esta afirmación era típicamente hiperbólica, pero sabía que la segunda parte era cierta, y yo recibí con placer el reconocimiento explícito de mi valor personal.

Enterramos sus cenizas en el mausoleo que había construido para la familia. El panegírico funerario estuvo a mi cargo y llevé a cabo esta misión evitando mentir abiertamente sin eludir corteses elogios. Dos días más tarde, un antiguo pretor llamado Numerio Ático informó debidamente al Senado de que, durante la ceremonia de la cremación, había visto el espíritu de mi padrastro subiendo a los cielos a través de las llamas.



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