Temporada de huracanes by Fernanda Melchor

Temporada de huracanes by Fernanda Melchor

autor:Fernanda Melchor [Melchor, Fernanda]
La lengua: spa
Format: epub, azw3
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2016-12-31T16:00:00+00:00


VI

Mamááááááááá, gritaba el hombre, perdóname, mamá, perdóname, mamita, y aullaba igual que los perros pisados por los camiones mientras se arrastraban, aún vivos, hacia la cuneta: mamááááááááááááá, mamiiitaaaaaaa. Y Brando —encogido en su rincón, el hueco entre la pared y el excusado de la celda, el único lugar que alcanzó a reclamar como propio cuando los hombres de Rigorito lo aventaron al interior de los separos— pensó, no sin cierto regocijo, que tal vez era Luismi el que gritaba, Luismi quien aullaba preso de una congoja devoradora, Luismi berreando hasta vomitarse mientras le reventaban las tripas a tablazos para que confesara. El dinero, querían saber dónde estaba el dinero, qué habían hecho con el dinero, dónde lo habían escondido, y eso era lo único que le interesaba al marrano asqueroso de Rigorito, y a los putos policías que tundieron a Brando hasta hacerle escupir sangre para después arrojarlo al calabozo aquel que olía a orines, a mierda, al sudor acedo que despedían los infelices borrachos, acurrucados como él contra las paredes, roncando o riendo en susurros o fumando mientras lanzaban miradas voraces en su dirección. Había tenido que defenderse de tres tipos que le cayeron encima nomás cruzó la reja; tres batos que lo recibieron a pechazos y le ordenaron que se quitara los tenis, o qué, ¿te vas a poner felón, matachotos?, dijo su líder, el que gritaba más fuerte, el que sacudía las manos rozando la cara de Brando, un tipo prieto, en los huesos casi, chimuelo y barbado y vestido con algo que parecía más una jerga rota que una camisa, y un vozarrón que quién sabe de dónde le salía: órale, pinche mayate, o te caes con los cacles o te lleva la verga, y Brando, que apenas podía mantenerse erguido por culpa de la golpiza que acababan de propinarle los policías, no tuvo de otra más que descalzarse y entregarle sus adidas al malandro barbado, que rápidamente se los puso y comenzó a ejecutar una suerte de danza triunfal que incluía patadas casuales a los borrachos que gemían en sueños sobre el piso de la celda. El llorón aquel, el perro reventado, no dejaba de chillar ni un instante. Sus gritos rebotaban entre las paredes de los separos y por ratos se volvían ininteligibles cuando los demás presos le respondían, también en alaridos: ¡Ya cállate, perro sarnoso! ¡Cállate, pinche asesino! El bato mata a su mamá, bien pinche loco de piedra, ¡y dice que el diablo lo hizo! ¡La santa palomita! Unos vergazos es lo que le faltan, para que se calle a la verga, perro de mierda. Brando había conseguido acurrucarse en un rincón orinado de la celda, con los brazos cruzados sobre el vientre y las nalgas lo más pegadas a la pared como le era posible, encogido en la única posición en la que sus vísceras parecían mantenerse unidas y no dispersas y henchidas en la cavidad seguramente sangrante de su abdomen. Aún con los ojos cerrados podía sentir la presencia del líder rondándolo, sentir el tufo mugriento que desprendía la piel del loco ese.



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