Sitiados by Mercedes Santos Esteras

Sitiados by Mercedes Santos Esteras

autor:Mercedes Santos Esteras [Santos Esteras, Mercedes]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2019-09-29T16:00:00+00:00


Segunda parte

Cádiz, 1810

13

Durante un buen rato Alexander se entretuvo cotilleando por el catalejo mientras las aves aleteaban con sus graznidos entre el bosque de velámenes de las embarcaciones. Se estaba yendo la luz, el sol estaría ya camino de las antípodas y apenas se distinguía el nombre de los dos barcos que había fondeados junto al suyo. Uno era la fragata británica Loire y el otro, un navío de línea español de sesenta y cuatro cañones, Dragón. Los faroles arrancaban destellos a la madera de teca, caoba y roble —resistentes a la carcoma y a los gusanos— de la popa de ambas; sus balconadas, menos recargadas que las de tiempos pasados, empezaban a iluminarse en su interior como luciérnagas gigantes. La luz de unos candelabros proporcionaba un aura cálida a las salas de oficiales, donde ya se apreciaba movimiento.

El contramaestre Robbin, un auténtico experto en lo relativo a la construcción de barcos, había comentado esa misma mañana que aquel buque español había sido construido hacía veinte años en los astilleros de La Habana, los más grandes e importantes del imperio español. A la vista quedaba también la proa de otro navío que mostraba una figura de león engallado en su mascarón de proa. Más lejos, y ya poco visibles debido a la neblina que empezaba a extenderse como una mancha de aceite, se mecían los barcos prisión con reclusos franceses, la mayor parte oficiales y tropa del almirante Rosilly —que habían sido detenidos por los españoles en la bahía de Cádiz al inicio de la guerra— y prisioneros de la batalla de Bailén. Sobrevivían hacinados en las oscuras bodegas; la mayoría llevaba cerca de dos años en unas condiciones pésimas en aquellas insalubres cárceles flotantes, barcos desmantelados que los españoles llamaban pontones y que atendían a nombres como El Terrible, La Horca, El Argonauta o El Castilla la Vieja. Fuertemente vigilados por lanchas cañoneras españolas, que pasaban a esa hora revista, parecían siluetas siniestras en la noche. Un infierno emergido del fondo del océano con su coro de lamentos. En la distancia se escuchó con claridad el característico «¡Centinela alerta!» y la contestación desde el puente de algún navío: «¡Alerta está!».

Una de aquellas lanchas pasó en ese momento en dirección a los citados pontones; acudía de refuerzo ante la algarabía que sonaba en uno de los puentes. Algo debía de estar pasando. Desde la península del Trocadero y el fuerte de Matagorda se oían disparos intermitentes, barridos, y el fuego enemigo hacía relampaguear luces en el cielo, cada vez más oscuro. La guerra hacía arder la oscuridad y pintaba de rojo el negro.

Alexander permanecía solo en cubierta; la mayoría de sus hombres seguían de parranda en tierra, y en el camarote de oficiales el sargento Wolf, el teniente Morgan y el contramaestre Sunders se jugaban unas guineas a los naipes y bebían unas copas de oporto entre risas y pullas. Los mandos no estaban con ellos. El vicealmirante Purvis estaba en tierra, junto al general Graham, asistiendo a una reunión



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