Sergio by Manuel Mujica Láinez

Sergio by Manuel Mujica Láinez

autor:Manuel Mujica Láinez [Mujica Láinez, Manuel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1976-01-01T00:00:00+00:00


VII

JUAN Y SERGIO

Desde entonces, Sergio, el espía, se sintió espiado. Malthus lo vigilaba, aunque había decidido no dar crédito a las afirmaciones extemporáneas de una energúmena desconocida, quien le asaltó el despacho con su odio. Ya antes, cuando sorprendió a Sergio con Mecha Sergeant (cuyo nombre, por cierto, ignoraba), había aprendido la intensidad de las pasiones que, entre mujeres mayores que él, desataba el muchacho, y que las impelía a provocar escenas desproporcionadamente arrebatadas. Por lo demás, el hecho de que estuviese tan íntimamente embrollado con dos mujeres (y quién sabe con cuántas más) quitaba fuerza a la acusación de Madame Aupick, cuyos reproches celosos contradecían lo evidente. Pero, al tiempo que tenía en cuenta esas circunstancias, Simón, desazonado por la imputación imprevista de Judith, no echaba en olvido otras, que inclinaban la balanza del lado de ella. Así, recordaba el detalle insólito, en verdad inexplicable, de que Sergio, durante su ausencia en Pinamar, colocase sobre el clavicordio los retratos de su hijo y de su hija, cuando se aprestaba a tocarlo; y recordaba la nerviosidad con que el joven acogía la visita de ambos en la Casa Malthus, quizás más intensa si quien venia era Soledad ¿o parecía más intensa si Juan era el visitante? Consiguientemente, para eludir complicaciones inmediatas y evitar la pérdida de alguien muy útil, el anticuario resolvió no dejarse engañar por la más que probable calumnia de Madame Aupick, pero vigilar a su segundo. Y lo vigilaba.

Sergio captó muy pronto el acecho. Simón, que solía permanecer en su escritorio, consultando catálogos de remates y listas de ventas europeas, pasaba ahora la mayor parte del tiempo en los salones de exposición, y en particular en el que daba a la calle. Para colmo, se vendió el gran busto invendible de Jean Rotrou, que partió a decorar el caserón de un escritor medio loco, en las sierras de Córdoba, y Sergio perdió su atalaya de mármol. Ahora, tal como él veía a los de la acera, allende el cristal del escaparate, los detenidos en la calle lo contemplaban a él, prisionero de una pecera gigantesca, en la que habían naufragado lámparas, estatuas, cuadros y muebles.

Pero si Malthus sufría la inquietud de no saber, en el fondo, a qué atenerse, ni, por consecuencia, cómo proceder; y si Londres sufría la tribulación de no poder ya ni siquiera seguir a la distancia los movimientos de Juan y de Soledad, lo que había sido, para su alerta imaginación, como participar en cierto modo de sus vidas, también sufrían estos últimos el desconcierto resultante de la extraña denuncia de Madame Aupick, que Soledad había revelado a su hermano. De esa manera, sin compartirlas, se encadenaban sus confusiones, lo cual incidía furtivamente sobre la atmósfera de la Casa Malthus, cuyos objetos, como contagiados por un oscuro mal, parecían palidecer y agostarse en las vastas salas pomposas.

Agravaba la situación la eventualidad de que los hermanos, atraídos sin duda por el imán invisible de un clima inesperado y alarmante, que los conmovía hondamente, acudiesen más y más a menudo, contra su costumbre, al negocio.



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