requiem by index
autor:index
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 2011-12-28T05:00:00+00:00
9
No sé cómo conseguí llegar a Ensenada, ni siquiera por qué se me ocurrió escapar hacia el sur, adentrándome aún más en un país extranjero. Pero es que cuando el cuerpo pide alcohol, no tiene sentido aplicar la lógica. Bajando por la tortuosa carretera de la costa, pasé por dos puestos de peaje y continué hacia el sur. Oculté el rostro sucio y lacrimoso de los empleados y tras entregarles un billete de dólar, salí disparado haciendo un gesto que pretendía pasar por un ademán amistoso. Mi cuerpo funcionaba (al atender al ritual de conducir, de mantener todos los sentidos alerta en carretera, me evitaba sufrir un ataque de histeria), pero mi cabeza no. El pánico y la sensación de que mi vida se había deshecho en innumerables fragmentos hacían que me diera tumbos la cabeza, lo cual me impedía ver la carretera con claridad.
Después de un rato, comencé a familiarizarme con el pánico, con lo cual se fue suavizando su agudeza. Yo sabía que había una panacea que me haría observarlo todo con cierto distanciamiento: la bebida. Ahora lo único que me importaba era arreglármelas para conseguirla.
Ensenada se abrió ante mí como un abanico de luz. Pegado al carril de la derecha, vi el puerto iluminado por las luces de los barcos. A la salida de la ciudad, encontré una carretera que bajaba hacia la playa. Después de seguirla durante una milla, encontré lo que buscaba: un wáter. Me senté y dejé trabajar a los intestinos y la vejiga. Luego hice unas respiraciones durante un minuto, controlando el tiempo con el reloj. Me lavé la cara, primero con agua caliente, luego con fría y me froté las axilas con jabón en polvo abrasivo, tratando de erradicar el olor a miedo. Me peiné, tras lo cual comencé a sentirme un poco mejor; mantenía aún intacto el instinto de supervivencia. Ahora, todos los temblores que tenía eran internos, por lo que me sentí ya dispuesto a enfrentarme a la civilización.
Entré en la ciudad. Ensenada era una versión dulcificada de Tijuana, menos cutre, más tranquila y provista de una suave brisa marina. Hacía una noche muy clara. Al aparcar en la primera tienda de licores que encontré, miré hacia el norte, esperando ver las pardas colinas mexicanas ardiendo gracias a mi obra, pero no había nada.
El dependiente de la tienda no me miró extrañado cuando compré dos quintas de whisky, una bolsa de hielo y un cuarto de Ginger Ale. Ahora todo lo que necesitaba era una casa segura, un lugar para esconderme y beber. Los sórdidos hoteles del centro proporcionarían un buen camuflaje para un gringo, pero eran demasiado ruidosos y estaban demasiado cerca de la zona turística. Así que continué hacia el sur, sintiéndome seguro con mi bebida.
En el límite sur de Ensenada, junto a una urbanización, encontré un puerto seguro: una pensión en una casa de dos pisos estucada en blanco. En el gran cartel que había en la entrada, ponía «Cuartos». Saqué la maleta y la bolsa marrón con la bebida y dejé la escopeta.
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