Pobre negro by Rómulo Gallegos

Pobre negro by Rómulo Gallegos

autor:Rómulo Gallegos [Gallegos, Rómulo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Histórica
editor: ePubLibre
publicado: 1937-04-14T16:00:00+00:00


Las aleluyas de la enfermera

A menudo recibía Luisana cartas de Carmela y de Aurelia, apretadas de noticias minuciosas de cuantos pequeños, medianos o grandes contratiempos, molestias, disgustos, angustias, tribulaciones o calamidades, les fuesen aconteciendo a ellas y a todas las personas de sus respectivas parentelas que en Caracas vivían.

—Ya están aquí las cajas de Pandora —decía Luisana, al recibir aquellas cartas.

Y en rasgando los sobres, empezaban a salir los males. La jaqueca tenaz de Carmela y las travesuras con que ya la atormentaban los hijos, de cómo cayó y rodó, escaleras abajo, la madrina de una tía de su marido, fracturándose una pierna, por lo que reinaba la consternacion en toda la familia y de qué manera se había ensañado la desgracia con uno de sus cuñados, que no acertaba a emprender negocio en el cual no fracasara; la maternidad sin descanso de Aurelia, sus náuseas, sus acedías y de cómo iban creciendo los retoños de su amor, por entre lechinas, sarampiones, parótidas recrecidas e indigestiones frecuentes, a causa de una mata de ciruela y otra de guayaba que había en el corral de la casa, concluyendo siempre por prometerle —ésta era la palabra empleada— que no echaría otro más a «este valle de lágrimas».

Luisana comprendía que todo este gimoteo venía encaminado a que ella no pudiese establecer comparaciones absolutamente desfavorables para sí, y doblaba las cartas leídas con una sonrisa y un:

—¡Pobrecitas! —que ya expresaba todo lo singularmente complejo de su generosidad.

Pobrecitas, porque aspiraban a la infelicidad y no la lograban sino con náuseas de jaquecas y embarazos y tribulaciones por caídas de madrinas de tías políticas y porque al querer hacerse perdonar con estas insignificancias la dicha que les había tocado, ya estaban confesando que no había sido sino la pequeña y corriente que se prodiga en el reparto de los dones.

En cambio, ella no tenía por qué ocultarles que se divertía mucho con las ocurrencias de Cecilio el viejo, ni que eran deliciosas las emociones que experimentaba cuando el joven, no pudiendo ya manejar la pluma, le dictaba a ella el libro que lo inmortalizaría, profundamente pensado, hermosamente compuesto. Y que con esto —y lo que se callaba— su vida no era de inspirar lástima.

Y lo que se callaba era lo mejor: lo suyo íntimo, solo por su alma producido, el florecimiento maravilloso de su rosal, una aurora en su espíritu, cada vez más encendida, después de cada noche en vela junto al enfermo insomne.

Pero un día las cartas trajeron noticias por las que no era de compadecer a quienes las enviaban.

Decía la de Aurelia:

«¡Ay, hermanita! No te imaginas lo angustiada que estoy. Hace tiempo que estaba por escribírtelo, pero no me atrevía, temiendo que fueras a calificarme de tonta. Hoy me decido, por fin, aunque así me llames, pues si incurro en simpleza de espíritu será por quererte mucho. Es que nos han llegado rumores que por allá corren, según parece, de que en la Casa Grande se está apareciendo La Blanca. ¿Sabes? ¿Entiendes?… Dime que no es cierto, hermanita.



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