Pistoleros del oeste by M. L. Estefanía

Pistoleros del oeste by M. L. Estefanía

autor:M. L. Estefanía
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras
publicado: 1980-10-31T23:00:00+00:00


Capítulo VIII

—¿Así que tú eres aquel muchacho que juró matar a Griffith y de quien éste huyó durante mucho tiempo?

—Sí, soy yo.

—Estoy seguro de que Edith te habrá hablado de que no debes hacerlo por tu propia tranquilidad de conciencia. ¿No es cierto?

—Sí, papá, y le he dicho también que tú pensabas como él, pero que después te convenciste de que es mejor no echar sobre la propia conciencia cargas como ésa. Estoy segura de que tú le aconsejarás como debes.

—Mi único consejo es que si se encuentra con Griffith —Edith sonreía, satisfecha—, debe matarlo en el acto. ¡Es un monstruo!

—¡Papá!… ¿Qué te pasa? ¿Estás loco?

—No. Lo estuve cuando te escuché y te obedecí. Claro que desde entonces no he vuelto a ver a ese coyote.

—No le haga caso, míster Pook; está aún un poco trastornado.

—Nunca he estado tan bien como ahora. ¡Bah! No seas chiquilla… Todo eso que dices está muy bien en los libros, pero aquí, en el Oeste, la mejor escuela es la vida, y ésta enseña que, para hacerse respetar, hay que manejar bien el revólver y ser muy rápido con él. ¿Qué conseguirías si hiciéramos la mayoría lo que tú dices? ¡Pues nada! Solamente permitir que unos pocos se impusieran por el terror contemplados beatíficamente por los demás. ¡No, no y no! ¡Si encuentras en tu camino a ese cerdo de Griffith, procura ser el primero en sacar y no fallar! Así es como harás un bien a la Humanidad.

—¡Papá…, no es posible que digas todo eso en serio!

—Pues lo estoy diciendo muy en serio. Lo tenía aquí hirviendo hace tiempo —y se golpeaba el pecho— pero no podía decírtelo a ti. Estaba deseando tener con quién hablar de estos asuntos.

—Es muy triste, miss Edith, pero yo creo que su padre tiene razón. Ya le he dicho antes que yo también pensaba así y que he tolerado cuanto es posible tolerar; pero sólo me hice respetar cuando, obligado por las circunstancias, hice uso del revólver y con acierto. Entonces sí, entonces me respetaron todos.

—¡Aquí está! ¡Aquí está!

Y Dan se vio rodeado por un grupo de vaqueros.

—¡Nos ha prometido echar un trago con nosotros!

—Ahora estoy ocupado… Más tarde.

—¡No, ahora! Esta joven puede acompañarnos y bailar un poco. ¡Es la que cobró los dos mil dólares! —dijo el que hablaba a los demás.

—Nosotros nos vamos a descansar. Tendrán que perdonarnos; mi padre no se encuentra bien.

El padre de Edith, que en realidad deseaba dormir un buen rato, ayudó a su hija, y marcharon a sus habitaciones, conseguidas en una casa un poco más allá de donde estaba el saloon hacia la carretera del Sur. Dan quedó con Edith en verse al día siguiente por la mañana. Irían a presenciar juntos los ejercicios de cuchillo.

Los vaqueros, rodeando a Dan, empezaron a hacerle preguntas, admirados.

—¿Cómo te arreglas para llegar tan pronto a las armas?

—Es muy sencillo. Todo radica en la costumbre. Si practicarais vosotros también como yo hice, pronto llegaríais a adquirir el hábito.

—No, eso no es cierto. Yo



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