Pensilvania by Juan Aparicio-Belmonte

Pensilvania by Juan Aparicio-Belmonte

autor:Juan Aparicio-Belmonte [Aparicio-Belmonte, Juan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Humor, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2022-05-11T00:00:00+00:00


—De modo que también era un poeta —dijo un hombre detrás de mí.

—¡Y muy bueno! —repuso otro.

—Pero ¿a qué viene esto? —añadió alguien.

Era llamativo cómo se podía conjugar aquella poesía narrativa con la forma de actuar en vida de Guarnido. Por la mañana torturaba a la perra y extraviaba cartas de amor entre familiares y por la tarde se resarcía haciendo reír a los niños de vidas desdichadas. Se lo dije a Alessia cuando terminó todo y soltó una carcajada sincera, pero no porque le hubiera hecho gracia mi comentario, sino porque me consideraba un ignorante.

—¿De verdad crees que el poema lo escribió él?

—Sé que no lo escribió él.

Lo sustancial no era quién hubiera escrito el poema, lo sustancial era que el poema estaba en la mesilla de noche del payaso y reflejaba bien su personalidad.

—Emula al yin y al yang —dije—. Por la mañana hiere al prójimo, por la tarde lo cura.

—Es de Antonio Gamoneda.

—Lo sé… Y el poeta tuvo que maltratar por el día a la perra para luego poder escribir el poema por la noche… Lo mismo hacía Guarnido… Aterrar a los morosos por el día, para ir a visitar a sus hijos enfermos por la noche…

—Parece mentira que una italiana como yo conozca mejor la poesía española que tú.

—Estudiaste Filología Hispánica.

—¡Y tú eres escritor!

—Pero no poeta. Narrador… Y claro que sabía que era de Gamoneda.

Guardamos silencio para no enconar la disputa.

—¿Y si fuera todo mentira? —dijo al fin.

—Yo creo que sí visitaba a los niños como payaso… En todas las cenas de Navidad terminaba poniéndose una nariz roja y haciéndonos unos espectáculos de lo más pueriles… Ahora tiene disculpa… Ahora sé que entrenaba para los niños enfermos.

—Hablo de que tal vez la anécdota de la perra o del soldado son mentira…

—Tenía que haber sospechado que no estábamos hablando de lo mismo.

—No empecemos con eso.

—¿Qué he dicho?

—No te he oído, perdona, ¿decías? —Alessia miraba hacia su móvil—. Es que mi madre dice que por qué no vamos a Roma por Semana Santa. Non iniziamo con quello, per favore!

—¿Me lo dices a mí?

—Se lo digo a mi madre. O a mí misma, no sé, hablaba sola.

La gente se dispersaba como si alguien hubiera dado el pistoletazo de salida de una maratón de abrigos negros y vaporosos, que volvieron a agitarse con el viento igual que los árboles; la gente se dispersaba como nuestra conversación. El sol volvió a disimular su presencia tras las nubes. A mi lado iba Alessia tan tensa como tú, Rebecca, la primera vez que trataste de convencerme de que me hincara de rodillas y pidiera a Cristo que entrara, cuanto antes, en mi corazón. Y a medida que se acercaba mi día de regreso a Madrid, te ibas poniendo grave y triste, como si te preocupara no haber sabido cumplir con la misión para la que Dios me había puesto en tu casa. ¿Quién te preocupaba más? ¿Yo o tu relación con el Altísimo?

—«El principio de la sabiduría es el temor de Dios —solías decirme—.



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