Parentesco by Octavia E. Butler
autor:Octavia E. Butler [Butler, Octavia E.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 1978-12-31T16:00:00+00:00
7
Isaac y Alice disfrutaron juntos cuatro días de libertad. Al quinto día los cogieron. Al séptimo día me enteré. Fue el día que Rufus y Nigel se marcharon al pueblo en la carreta, a llevar mi carta al correo y resolver algunos asuntos suyos. Yo no había tenido noticias de los fugitivos y Rufus parecía haberse olvidado de ellos. Se sentía mejor, tenía mejor aspecto. Aquello parecía bastarle. Vino a verme justo antes de marchar y me dijo:
—Dame un par de esas aspirinas tuyas. De la forma que conduce Nigel, igual me hacen falta.
Nigel le oyó y gritó:
—Pues conduzca usted, señorito Rufe. Yo me siento detrás y voy descansando mientras usted me enseña cómo se lleva una carreta sin sobresaltos por un camino lleno de baches.
Rufus le lanzó un puñado de barro, el otro lo atrapó riendo y se lo devolvió a Rufus, que lo esquivó.
—¿Has visto? —me dijo Rufus—. Yo aquí tullido y él aprovechándose de la situación.
Me eché a reír y cogí las aspirinas. Rufus nunca cogía nada de mi bolsa sin preguntarme, aunque podría haberlo hecho sin dificultad. Mientras se las daba, le pregunté:
—¿Seguro que estás bien como para ir al pueblo?
—No —respondió—. Pero voy a ir.
Más tarde averigüé que un visitante le había traído noticias de Isaac y Alice. Iba a buscar a Alice.
Yo me fui al patio donde hacían la colada a ayudar a una joven esclava llamada Tess a hervir un montón de ropa maloliente y sacar la mugre a palo limpio. Tess había estado enferma y yo me había comprometido a ayudarla. Mi trabajo consistía en hacer un poco lo que quisiera para echar una mano y eso me hacía sentirme culpable. Ningún otro esclavo, trabajara en la casa o en el campo, tenía tanta libertad. Yo trabajaba donde quería o donde veía que los demás necesitaban ayuda. Sarah me mandaba a veces a hacer una cosa u otra y eso no me importaba. En ausencia de Margaret, era Sarah quien llevaba la casa y organizaba el servicio doméstico. Repartía las tareas con justicia y equidad y lo gestionaba todo con la misma eficacia que Margaret, pero sin tanta tensión ni conflicto como provocaba Margaret. De todos modos, a los esclavos no les gustaba mucho su tutela y hacían cuanto podían por evitar las tareas que les incomodaban, pero la obedecían a pesar de ello.
—Malditos negros haraganes —decía cuando tenía que ir a buscar a alguno.
Yo la miré sorprendida la primera vez que se lo oí decir.
—¿Y por qué van a esforzarse? —pregunté yo—. ¿Qué les dan por ello?
—Ya les daré yo correa si no se esfuerzan —me espetó—. No me voy a cargar yo las culpas de lo que no hagan ellos. ¿Y tú?
—Bueno, no…, claro…
—Yo trabajo. Tú trabajas. No necesitamos tener a quien sea todo el día encima diciéndonos que trabajemos.
—Cuando me llegue el momento de dejar de trabajar y largarme de aquí, sí que lo haré.
Dio un respingo y miró a su alrededor rápidamente.
—A veces no tienes sesera. ¡Venga a soltar por esa bocaza!
—Estamos solas.
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