Padre e hijo & Cachorro de Coyote by José Mallorquí

Padre e hijo & Cachorro de Coyote by José Mallorquí

autor:José Mallorquí [Mallorquí, José]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1948-12-31T16:00:00+00:00


Capítulo III:

En la plaza

Al salir del comedor, María Teresa Cano dirigió una rápida mirada al joven que estaba hablando con el posadero y su mujer. Más, por muy rápida que fue su ojeada, el hijo de don César, la captó con una atractiva sonrisa.

—¿Quién es? —preguntó a Yesares.

—La señorita María Teresa Cano, de Chicago —explicó el posadero.

Llevando a César hacia la puerta, agregó en voz baja:

—Es la hija de la señora Cano, la dueña legítima de aquel paquetito que te quitaron anoche.

Serena llamó a su marido para consultarle un detalle relativo al régimen interno de la posada. César quedó solo y, en vez de aguardar a Yesares, salió en pos de María Teresa, que se había detenido al pie de los árboles.

—¿Es usted forastera, señora? —preguntó, al llegar junto a ella.

Teresa le dirigió una sonrisa, replicando, burlonamente:

—No, caballero. He nacido en Los Ángeles y siempre he vivido aquí.

—¿De veras? —replicó, un poco desconcertado, César—. No la había visto nunca.

—Tal vez porque usted es forastero.

—¿Forastero yo? —César se echó a reír—. He nacido en Los Ángeles y conozco a todo el mundo.

—A mí no me conoce.

—Se equivoca. Se llama usted María Teresa Cano.

—¿Se lo ha dicho el posadero?

—Desde el momento en que conozco a todo el mundo, no necesito informes. Los doy. Pregúnteme algo que le interese saber.

—¿Hay gente dentro de esa iglesia? —y Tere señaló la iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles.

—Sí.

—¿Cuánta gente?

—Bastante.

—Eso es muy vago. No vale usted mucho como informador.

César sonrió para ocultar su turbación. Aquella muchacha le atraía y le irritaba a la vez.

—Puedo decirle muy pronto la cantidad exacta de gente que hay en la iglesia.

—¿Cómo?

—Yendo a contar las personas que están en el templo.

—Hágalo en seguida —dijo Tere—. Me estoy muriendo de deseos de saberlo. En mí vida había sentido tanta curiosidad.

—¿Quiere que me marche?

—¡En modo alguno! ¿Es que no advierte lo grata que me resulta su compañía?

—Usted no ha nacido en Los Ángeles, señorita Cano. Usted procede de Chicago.

Tere miró, divertida, a César.

—Un caballero no debe llamar jamás mentirosa a una dama. Y, por lo menos, no debe llamárselo cuando ha dicho una mentira. Veo que las buenas costumbres se pierden en la bella California. Sólo quedan los trajes. Supongo que lo habrá alquilado para hacerse retratar en uno de esos horribles barracones donde le sujetan a uno la nuca con un hierro, como si se la colgaran de una percha, y luego, según como enfocan la máquina, parece que hayan sacado la imagen de un ahorcado. ¿Son de verdad esos revólveres? ¿O es que los lleva para que hagan juego con el traje?

—No; los he sacado a pasear porque hacía mucho tiempo que descansaban en un armario.

—Pues se deben de sentir muy cohibidos yendo en compañía de un hombre tan terrible. ¡Y con ese bigote!

—¿Le parece más simpático el señor Taber? —preguntó César, indicando con un movimiento de cabeza a Bob Taber, que paseaba displicentemente por la plaza.

—Los hombres que se abstienen de hablar con las señoritas a quienes no han sido presentados resultan simpatiquísimos, por muy desagradables que físicamente sean.



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