Obras completas, II by Ramón María del Valle-Inclán

Obras completas, II by Ramón María del Valle-Inclán

autor:Ramón María del Valle-Inclán [Valle-Inclán, Ramón María del]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Histórico, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2017-01-01T05:00:00+00:00


* * *

LOS criados, viéndola absorta como si viviese en la niebla blanca de un ensueño, la instaban para que contase sus visiones: atentos al relato se miraban unos incrédulos y otros supersticiosos. Ádega hablaba con extravío, trémulos los labios y las palabras ardientes. Como óleo santo, derramábase sobre sus facciones mística ventura. Encendida por la ola de la gracia, besaba el polvo con besos apasionados y crepitantes, como las llamas besaban los sarmientos en el hogar. A veces las violetas de sus ojos fosforecían con extraña lumbre en el cerco dorado de las pestañas, y la dueña de los cabellos blancos, que juzgaba ver en ellos la locura, santiguábase y advertía a los otros criados:

—¡Tiene el ramo cativo!

Ádega clamaba al oírla:

—Anciana sois, mas aún así habéis de ver al mi fijo… Conoceréisle porque tendrá un sol en la frente. ¡Fijo será de Dios Nuestro Señor!

La dueña levantaba los brazos, como una abuela benévola y doctoral:

—¡Considera, rapaza, que quieres igualarte con la Virgen María!

Ádega, con el rostro resplandeciente de fervor, suspiraba humilde:

—¡Nunca tal suceda!… Bien se me alcanza que soy una triste pastora y que es una dama muy hermosa la Virgen María. Mas a todas vos digo que en las aguas de la fuente he visto la faz de un infante que al mismo tiempo hablaba dentro de mí… ¡Agora mismo oigo su voz y siento que me llama, batiendo blandamente, no con la mano, sino con el talón del pie, menudo y encendido como una rosa de mayo!…

Algunas voces murmuraban supersticiosas:

—¡Con verdad es el ramo cativo!

Y la dueña de los cabellos blancos, haciendo sonar el manojo de sus llaves, advertía:

—Es el demonio, que con ese engaño metiose en ella, y tiénela cautiva y habla por sus labios para hacernos pecar a todos.

El rumor embrujado de aquellas conversaciones sostenidas al amor del fuego, bajo la gran campana de la chimenea, corrió ululante por el Pazo. Lo llevaba el viento nocturno, que batía las puertas en el fondo de los corredores, y llenaba de ruidos las salas desiertas, donde los relojes marcaban una hora quimérica. La señora tuvo noticia y ordenó que viniese el abad para decidir si la zagala estaba poseída de los malos espíritus. El abad llegó haciendo retemblar el piso bajo su grave andar eclesiástico. Dábanle escolta dos galgos viejos. Ádega compareció y fue interrogada. El abad quedó meditabundo, halagando el cuello de un galgo: al cabo resolvió que aquella rapaza tenía el mal cativo. La señora se santiguó devota, y los criados, que se agrupaban en la puerta, la imitaron con un sordo murmullo. Después el abad calábase los anteojos de recia armazón dorada, y hojeando familiar el breviario, comenzaba a leer los exorcismos, alumbrado por llorosa vela de cera, que sostenía un criado en candelero de plata.

Ádega se arrodilló. Aquel latín litúrgico le infundía un pavor religioso. Lo escuchó llorando, y llorando pasó la velada. Cuando la dueña encendió el candil para subir a la torre donde dormían, siguió tras ella en silencio. Se acostó estremecida, acordándose de sus difuntos.



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