Obras - Colección de Máximo Gorki by Máximo Gorki

Obras - Colección de Máximo Gorki by Máximo Gorki

autor:Máximo Gorki [Gorki, Máximo]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9783959285162
editor: IberiaLiteratura
publicado: 2015-07-16T00:00:00+00:00


Salieron los tres, dejando a Sofía delante de la cabaña. La madre pensó:

-Bueno, pues esto marchará, gracias a Dios. Se entienden bien...

Y se durmió apaciblemente, respirando el aire picante del bosque y la brea.

VI

Los carboneros volvieron, contentos de haber terminado el trabajo. Despertada por sus voces, la madre salió de la cabaña, bostezando y sonriendo.

-Habéis ido a trabajar, y yo, durmiendo como una dama... -dijo, mirándolos con ternura.

-Te lo perdonamos -respondió Rybine.

Estaba más tranquilo, disipado por la fatiga su exceso de agitación.

-Ignace -dijo-, date prisa con la cena. Aquí nos ocupamos de la casa por turno, y hoy le toca a Ignace.

-Cedería con gusto mi vez -dijo éste, que, prestando oídos a la conversación, se puso a recoger virutas y ramas para encender el fuego.

-Las visitas interesan a todo el mundo -dijo Efime, sentándose al lado de Sofía.

-Te ayudaré, Ignace -dijo Jacob.

Se fue a la cabaña, de donde trajo un bollo de pan que cortó en trozos, que dispuso sobre la mesa.

-Calla -dijo suavemente Efime-. Oigo toser. Rybine escuchó:

-Sí, ahí viene.

Y dirigiéndose a Sofía, explicó:

-Va a ver un testimonio. Me gustaría pasearlo por las ciudades, mostrarlo eh las plazas, para que la gente le oyera. Dice siempre lo mismo, pero sería necesario que todos lo escucharan. El silencio y la oscuridad se hacían más profundos, y las voces más dulces. Sofía y la madre observaban a los campesinos, todos se movían lenta y pesadamente, con una especie de pintoresca prudencia. Ellos también seguían los gestos de las dos mujeres.

Un hombre alto, encorvado, salió del bosque. Caminaba lentamente, apoyándose con fuerza en su bastón, y se oía su respiración jadeante.

-Aquí estoy -dijo, y se puso a toser.

Vestía un levitón raído que le llegaba hasta los talones. Bajo su sombrero negro y deshilachado, se escapaban eh ralos mechones unos cabellos de un rubio descolorido, tiesos. Una barba clara cubría su rostro amarillo y huesudo. Tenía la boca entreabierta, y eh sus hundidas órbitas, los ojos brillaban febriles, como eh el fondo de sombrías cavernas.

Cuando Rybine le hubo presentado a Sofía, el recién llegado preguntó:

-¿Parece ser que ha traído usted libros?

-Sí.

-Gracias. ¡Por el pueblo! Aún no puede comprender la verdad por sí mismo. Y yo, que la he comprendido, le doy las gracias eh su hombre.

Respiraba rápidamente, aspirando el aire a pequeñas bocanadas anhelantes. La voz era entrecortada, los descarnados dedos de sus manos sin fuerza, resbalaban sobre su pecho, tratando de abrochar el abrigo.

-No es sano para usted venir tan tarde por el bosque. La vegetación está húmeda, y esto se agarra a la garganta -observó Sofía.

-Para mí ya no hay nada sano -respondió él jadeando-. Lo único que me curará será la muerte.

Era penoso oírle, y toda su persona provocaba esta piedad superflua, que reconoce su impotencia y hace hacer un resignado despecho. Se sentó sobre un barril, doblando las rodillas con precaución, como si temiese que se le rompieran las piernas, y se enjugó la frente sudorosa. Sus cabellos estaban secos, muertos.

El fuego se encendió. Todo pareció sobresaltarse, moverse.

Las sombras lamidas por las llamas se dispersaron, aterradas, por el bosque.



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