Nueve noches con Amada Luna by Leonardo Padura

Nueve noches con Amada Luna by Leonardo Padura

autor:Leonardo Padura [Padura, Leonardo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2006-09-09T00:00:00+00:00


Nada

Si alguien pregunta díganle aquí

no pasa nada, no es más que la vida…

ELISEO DIEGO

El timbre sonó largo, como abandonado, y Manuel calculó que pronto le traerían el café y pensó que su hermano se estaba poniendo viejo. Cada vez se le hacía más difícil el momento de levantarse. Sólo había que oír el timbre del despertador para saberlo.

Manuel vivía en un desvencijado cuarto de madera, construido en el patio de su hermano, y dentro de la habitación el frío se movía con tanta libertad como en la calle, entrando y saliendo por las infinitas grietas que el tiempo, el sol y la lluvia habían abierto en las tablas. Afuera empieza a clarear, con una luz malsana de invierno, y ya Manuel llevaba un buen rato balanceándose en su sillón, atento al primer ruido proveniente de la casa. El frío lo había sacado de la cama y, envuelto en su frazada, decidió que lo mejor era levantarse. Pero no salió a lavarse la cara. Se limitó a orinar, con inusual abundancia, en el pomo que guardaba debajo de la cama, y ahora temblaba, ansiando una buena taza de café.

Por eso se sintió feliz cuando vio entrar a Julia, su cuñada. Le traía un vaso mediado de café y un trozo de pan que Manuel acostumbraba a enchumbar con la infusión. Y le dio la noticia: José Antonio se mató, dijo. Desde la noche anterior, cuando lo encontraron colgado de una mata de mangos, todo el barrio lo comentaba y aseguraban que estaba muy enfermo. Y ella había preferido esperar hasta la mañana para decírselo a Manuel.

—Ustedes eran muy amigos —afirmó Julia.

Manuel dijo:

—Llévate el pan, no quiero —⁠y cuando Julia salió se tomó el café de un solo trago.

Continuó en su sillón, moviéndose en el justo centro de su cuartucho de madera, la única obra visible de su existencia. Y así estuvo, pensante y ajeno, hasta que el Gallego empujó la puerta y asomó su voluminosa cabeza en la habitación.

—¿Cómo anda eso, Manuel?

—Con mucho frío —respondió el otro⁠—. Dale, entra y cierra bien.

El Gallego se volvió para cerrar la puerta y avanzó por la habitación, siguiendo el único camino posible, para sentarse, quejumbroso, en el sillón que estaba libre, su sillón de todas las mañanas y todas las noches. Se despojó entonces de la arruinada gorra de capitán de navío que siempre llevaba y la depositó con cuidado en la columbina de Manuel.

—¡Qué clase de frío, eh! —dijo el Gallego y su voz sonó neutra, sin vestigios de admiración o interés.

—Es insoportable. Me va a matar.

—Eso fue la lloviznita de ayer.

—Yo te lo dije, que era para frío.

Los hombres hablaban y cada uno miraba a un lugar distinto. El Gallego no apartaba la vista del suelo y examinaba aburrido las punteras salpicadas de fango de sus grandes botas. Manuel observaba algún punto indefinible de la descolorida pared que tenían enfrente. Los dos ya eran muy viejos. Pasaban los ochenta años y se conocieron cuando eran jóvenes: trabajaron juntos como estibadores en los muelles y se hicieron amigos desde el principio.



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