Mensaje Cifrado by Marta Zafrilla

autor:Marta Zafrilla [Zafrilla, Marta]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Juvenil
editor: ePubLibre
publicado: 2006-12-31T16:00:00+00:00

Capítulo 7

Yo adoro los puzles, porque me ayudan a relajar la mente, a fomentar el ejercicio de observación y a curtir algo que tengo más bien escaso: la paciencia. Mi profesora de literatura dice que también sirven para la organización mental y argumental de los futuros escritores, porque los habitúa a construir mundos a base de encajar piezas dispersas. No sé yo si creer esa teoría, aunque quizá la esté corroborando sin ser consciente de ello. Pero, a la vez, pueden llegar a exasperarme. Recuerdo una ocasión en que, haciendo un puzle enorme donde se reproducía el caótico estudio de un pintor, lleno de cuadros y visitantes, localicé una pieza que me intrigó: una bolita oscura, que parecía una canica o la cabeza de una hormiga o una bola de pimienta o caviar. Con la ayuda de una lupa, rastreé todo el lienzo, buscando el sitio donde esa enigmática bola podía estar situada, pero no hubo forma. Al fin, me di cuenta de que no podía tratarse de nada tan rocambolesco, sino de algo más trivial: la pupila de uno de los personajes que visitaban el taller del pintor. Como cualquiera sabe —salvo Gustavo Adolfo Bécquer—, las pupilas son siempre negras. El conflicto estaba en decidir a qué personaje atribuirle esa pupila, porque todas eran aproximadamente del mismo tamaño.

Pues esa era mi situación el lunes por la mañana cuando sonó el despertador diciéndome que la ducha, el desayuno y el instituto me estaban esperando. Disponía de una pieza —calle 22—, pero no tenía ni idea de dónde encajarla. Así que, como buen aficionado a los puzles, lo que hice fue dejarla en un lado del tablero y esperar a que la casualidad, o la combinación de las otras piezas, me diera la clave.

Salí al cuarto de baño, abrí el armarito de las colonias y descubrí un frasco de 212, la que usa mi padre.

—Mira —pensé—, casi un 22. Le sobra el palito del uno.

Luego me lavé la cara con agua fresca, y me sequé con mi toalla favorita.

—Bueno, anda, déjate de tonterías. Cuanto menos remuevas el agua, más clara estará después —me dije. Me bahía levantado filósofo, por lo visto.

—Nene, las ocho menos cuarto. Como sigas perdiendo el tiempo, no vas a poder ni desayunar.

—Que sí, mamá, que ya voy. Pon la leche en el microondas, que no tardo ni un minuto.

—Más te vale, porque si se te escapa el autobús te tienes que ir a patita. Tu padre salió hace diez minutos y se ha llevado el coche.

—Que sí, joder —la última palabra la dije muy flojita, obviamente.

En el diccionario de la Real Academia de la Lengua —que acabo de consultar— no figura la voz «enmimismado», pero lo cierto es que tendría que estar. Sobre todo, para describir el «ensimismamiento referido a uno mismo». Si yo, hablando en primera persona, afirmo que estoy «ensimismado», resulta que actúo como Diego Armando Maradona, que hablo de mí como si hablara de alguien ajeno.

Pues bien, el lunes, cuando entré en el hall

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