McGlue by Ottessa Moshfegh

McGlue by Ottessa Moshfegh

autor:Ottessa Moshfegh [Moshfegh, Ottessa]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2014-11-15T00:00:00+00:00


* * *

A la mañana siguiente llega Foster con un paquete.

—Sigues aquí —dice—. De la iglesia. —Deja la cosa envuelta en papel marrón sobre la cama.

Estoy con el periódico, sentado en el suelo con la espalda contra la pared. Aquí, este rincón, me parece que es el sitio más cómodo y con menos corriente.

—Ha habido una especie de alboroto fuera en los muelles a propósito de un barco que ha zarpado hacia un gran espectáculo en Londres. Toda la ciudad se ha juntado para verlos cargar una gran máquina, parecía una cosechadora o una inmensa trampa de hierro, dios mío. Le pregunté a un muchachito directamente que para qué era y me dijo que para hacer zapatos. ¿Has oído alguna vez algo parecido? La gente hace cola para cualquier clase de desastre lógico, te lo juro. Y esta es la gente que se sentará a juzgarte cuando llegue el momento, ya sabes. ¿Son listos o son estúpidos? No nos importa. Sin embargo, cómo les gusta una buena historia. Y quieren tener razón. Quieren tener razón desesperadamente. ¿Sabes lo que quiero decir? —me pregunta.

Tengo la vista levantada hacia él. Escucho lo que me está diciendo. Me siento muy mal. Pienso en decirle «No estoy bien aquí. El aire no es bueno. A lo mejor uso el cuchillo», pero está ahí tan expectante y tan vivo, sentado ahora con las piernas cruzadas, dejando una huella profunda en la cama, que no creo que vaya a dejarme tranquilo. Querrá que me explique. Será mejor que asienta y lo complazca. Es mi abogado. Se mira los zapatos y los señala.

—Todo eso por esto. Increíble.

—Increíble —repito.

Me echa una mirada recelosa, como si me estuviera burlando de él, después se da la vuelta y prepara su pluma y su papel.

—Espera un momento.

Va hacia la puerta de barrotes y se saca una campana del bolsillo. El sonido me recuerda a mis días escolares y a la pizarra negra lisa en la que escribía mi nombre. Las muchachas con lazos en el pelo. Muchachos. Con las mejillas coloradas, engalanadas de pecas, los ojos azules y verdes y marrones abiertos, enseñando todos los dientes y perezosos, la luz de la ventana, dándome golpecitos en el hombro, diciendo «Eh, quieres volar mi cometa luego». Después ir a almorzar y no volver. Correr por el camino fangoso río abajo e ir a nadar si hacía calor. A nadie le importaba dónde estaba yo entonces. Foster vuelve con un taburetito y lo pone al otro lado de la mesa.

—Ahora tenemos una oficina como es debido, eh. —Se sienta en el taburete—. Ven —dice. Del bolsillo del abrigo se saca una bolsa pequeña de papel llena de caramelos—. Coge uno, por favor. Venga.

Me meto uno en la boca y me siento.

—Son de limón, ¿no?

Asiento.

—Bueno, muy bien —empieza—. Para empezar, hay que saber que la gente de este lugar no tiene un historial blando cuando se trata de condenar a la gente por perversidad. Pobrecitos. Ya sabes, verdad, que en los tiempos antiguos si



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