Los Refugios de Piedra by Jean M. Auel

Los Refugios de Piedra by Jean M. Auel

autor:Jean M. Auel
La lengua: es
Format: mobi
publicado: 2011-02-01T23:00:00+00:00


- Has estado tan bien como siempre, Marthona -declaró Zelandoni dejando un vaso vacío junto a un cuenco casi limpio.

Estaban sentados en almohadones en torno a la mesa baja. Desde el principio de la comida, Jondalar miraba y sonreía a los demás creando en el ambiente la expectación de que iban a presenciar algo especialmente delicioso. La donier admitió que la actitud de Jondalar había despertado su curiosidad, aunque no tenía la menor intención de exteriorizarla.

Había alargado la comida recreándolos con historias y anécdotas, animando a Jondalar y Ayla a hablar de su Viaje e incitando a Willamar a contar las aventuras de sus expediciones. Había sido una grata velada para todos, pero Folara parecía a punto de reventar de impaciencia y Jondalar estaba tan ufano y satisfecho de sí mismo que a la donier, viéndolo, le entraban ganas de sonreír.

Willamar y Marthona estaban más acostumbrados a esperar hasta el momento oportuno; era una táctica utilizada a menudo en las negociaciones comerciales y los tratos con otras Cavernas. Ayla también parecía dispuesta a esperar, pero para La Que Era la Primera resultaba difícil sondear los verdaderos sentimientos de la joven. Aún no conocía lo suficiente a la forastera. Ayla era un enigma, pero eso la hacía más interesante.

- Si has acabado, desearíamos que te acercaras al hogar -dijo Jondalar con una nerviosa sonrisa.

La corpulenta mujer se levantó de la pila de almohadillas en la que estaba sentada y se dirigió hacia el hogar de cocinar. Jondalar se apresuró a coger los almohadones y fue a colocarlos junto al hogar; pero Zelandoni se quedó de pie.

- Será mejor que tomes asiento, Zelandoni -recomendó Jondalar-. Vamos a apagar el fuego y todas las luces, y esto quedará tan a oscuras como una cueva.

- Como tú quieras -respondió ella, y se sentó en los almohadones apilados.

Marthona y Willamar cogieron sus cojines y se sentaron también mientras los más jóvenes reunían todos los candiles y los colocaban alrededor del hogar, incluido -advirtió Zelandoni, un tanto sorprendida- el que alumbraba la hornacina de la donii. El mero hecho de juntarlos todos sumía en la oscuridad el resto de la morada.

- ¿Todos listos? -preguntó Jondalar, y cuando los tres que esperaban asintieron con la cabeza los otros empezaron a soplar las llamas.

Nadie habló mientras las apagaban una a una. Las sombras se hicieron más densas, hasta que una oscuridad absoluta devoró el último resto de claridad e invadió todo el espacio creando una misteriosa sensación de espesor impenetrable. Estaba oscuro como en una cueva, pero en la morada, que hasta hacía un momento se hallaba iluminada por una cálida claridad dorada, el efecto era inquietante, estremecedor y, por alguna razón, más escalofriante que en las frías profundidades de una cueva, donde las tinieblas eran algo normal. Las hogueras de una vivienda solían apagarse, pero siempre se mantenía encendido a propósito algún elemento de la iluminación. Con aquella oscuridad parecían querer tentar a la suerte. El impacto místico no pasó inadvertido a la Primera.

Pero conforme pasaba el tiempo y la vista se acostumbraba a la oscuridad, Zelandoni comprobó que la negrura no era total.



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