Los huesos de Leibniz by Francisco J. Fernández

Los huesos de Leibniz by Francisco J. Fernández

autor:Francisco J. Fernández
La lengua: spa
Format: epub
editor: Akal, S. A.
publicado: 2016-02-05T00:00:00+00:00


El dolor del mundo

Perdonadme, Señor, vuestro hijo ha muerto y mis argumentos os sonarán intempestivos. No hay consuelo posible, es decir, no hay forma de contrabalancear la pérdida. Recuerdo a propósito de ello el dolor de Descartes cuando falleció su pequeña hija, a la que amaba tiernamente. El mundo es un sitio dolorido y su exterior nos golpea sin pausa y aprisa. Pero aquí estamos, para hacer lo que esté en nuestra mano hacer. Recordad por un momento la parábola de la hemorroísa: yendo Cristo a resucitar a un muerto, una mujer que sufría de flujo de sangre le detuvo solicitándole un milagro para su mal. Los discípulos le hicieron ver lo inoportuno del caso, pero Cristo se paró, ungiéndola, porque no por perseguir un bien mayor hemos de descuidar los menores.

Imagino en este momento vuestro pesar caliginoso. ¿Dónde está mi hijo amado? Ahora que no está conmigo, ¿su desaparición es completa? ¿He de conformarme con un recuerdo que se va apagando? Quizá os reconforte algo saber de la siguiente conversación que pude mantener con él durante mi vacación con vos, el verano pasado. No sé si tendría apenas siete años, pero jugué con el niño durante un rato, dándome cuenta en seguida de su sagacidad inocente. Como ya conocía dos de las más elementales operaciones aritméticas, le dije que cuánto daba uno menos uno. Me dijo que cero. Y a continuación: ¿Y uno menos uno más uno? Se quedó pensando durante un momento y respondió que uno. ¿Y uno menos uno más uno menos uno? Ahí ya me pidió que se lo escribiera, lo que es muy natural, pues nuestra memoria es débil, y así lo hice: 1 - 1 + 1 - 1. Con sus dedos diminutos fue recorriendo la serie, repasándola en voz baja al mismo tiempo. Al acabar dijo que cero. Le felicité por la respuesta y proseguí con la cantinela hasta que se dio cuenta de que si la serie acababa en más uno daría uno y si acababa en menos uno daría cero. Magro resultado, pero suficiente para hacerle llegar allí donde yo quería. Me atreví, por tanto, a preguntarle por el resultado que obtendríamos si extendiésemos hasta el infinito esa serie. Me miró con cara sorprendida y contestó: 'En el infinito no hay par ni impar'. Mirabile dictu! Cual un pequeño Aristóteles, se había dado cuenta de que el infinito anula las diferencias, las destruye, quebrantando los derechos de las cantidades.

Cierto, con esta anécdota deliciosa he pretendido sacaros una media sonrisa. Pero también algo más. Haceros ver que hemos añadido algo al recuerdo de vuestro hijo. Sabéis de repente más de él. Su noción se ha completado un poco. Mi esperanza y quizá la vuestra, si consigo convenceros, reside en que lo que acabo de relatar no ha podido sino alegraros. ¡A la alegría no se le piden cuentas! ¡Es buena por sí misma! Apoyémonos en ella por tanto para establecer la siguiente tesis: que no estamos nunca muertos del todo. El mundo nos va matando sin pausa, pero no puede tanto.



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