Los domingos by Guillem Martínez
autor:Guillem Martínez [Martínez, Guillem]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Publicaciones periódicas, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2021-01-01T00:00:00+00:00
SOBRE LA INFANCIA
Sonó un claxon. Me giré. Era mi amigo. Que subiera al coche. Que nos Ãbamos a la Gran Ciudad. De juerga. Mi amigo era mayor que yo, si bien tampoco tenÃa edad para tener carnet. Fuimos a toda castaña hasta la Gran Ciudad. Por las ventanas abiertas entraba el viento del verano. Era como nosotros. Cálido, nuevo y salvaje. Llegamos a un barrio peor que el nuestro, donde mi amigo fue a comprar algo. Luego entramos a dos chicas bellÃsimas. Cuando conseguimos hacerlas reÃr subieron, por fin, al coche. Eran simpáticas y dulces. Mi amigo nos invitó a cenar en un bar. Pagó con monedas. En una bolsa de plástico, de la que no se separaba, llevaba cientos de ellas. Estuvimos bailando en algún sitio como si no hubiera un mañana. Finalmente fuimos a la Gran Montaña. Hicimos el amor diciéndonos unos a otros cosas divertidas. Cuando vino el silencio, vimos la ciudad y sus luces desde la Gran Montaña. Estábamos conmovidos por tanta belleza y felicidad. Una chica dijo que era maravilloso que viviéramos allÃ, si bien ninguno de nosotros vivÃa allÃ. Detrás de toda mentira hay una gran verdad y, detrás de la mentira de que viviéramos allÃ, habÃa la gran verdad de que vivir era maravilloso. Dejamos a las chicas en la calle en la que las encontramos, haciéndonos promesas que, en aquel momento, eran absolutamente ciertas, y nos quedamos solos. Fue entonces cuando mi amigo sacó del bolsillo un trozo diminuto de papel. Lo partió en dos. Me introdujo una mitad en la boca. Volvimos a nuestro pueblo.
Antes de llegar, en la autopista vacÃa y rodeada de descampado, mi amigo paró el coche. La razón: delante de nosotros, bloqueándonos, ocupando todos los carriles, habÃa algo sorprendente. Se trataba de un monstruo descomunal, gigantesco, que nos impedÃa el paso. CarecÃa de forma, no era consciente de nosotros, sus ojos eran azules y tristes, y poseÃa dos brazos diminutos. En una mano sostenÃa un palo, y con ese palo removÃa, melancólico, un charco. No podÃamos dejar de mirarle. Mi amigo aparcó en el arcén âcreo que se quedó ahÃ; acabamos el camino a pie; nunca debes dejar un coche robado cerca de tu casaâ, y nos pasamos horas, hasta el amanecer, en el coche, viendo fascinados aquel monstruo que no nos veÃa. Recuerdo que, en un momento dado, mi amigo encendió dos cigarros. Me dio uno. Mientras exhalaba humo me dijo algo que nunca he conseguido olvidar. «¿Ves ese monstruo triste y ese charco sucio?», dijo. Luego agregó: «Es nuestra infancia. Es nuestra infancia».
25 de marzo de 2018
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