Los celosos by Sándor Márai

Los celosos by Sándor Márai

autor:Sándor Márai [Sándor Márai]
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 2023-02-06T23:00:00+00:00


LOS EXTRANJEROS

Acerca del terremoto

La ciudad no se hallaba exactamente en su sitio. Péter había subido a la colina que en tiempos de Matyas Garren servía de patíbulo, y contemplaba preocupado el panorama. Tenía la sensación de que la ciudad se había movido de lugar, pero no se había atrevido a comentar sus dudas con nadie. Se llevó la mano a la frente, sobre los ojos, a modo de visera, y desde allí, al pie de la horca, observó las torres, los monumentos... De la ciudad siempre emergía una neblina fina, como si jadease con pudor, como si hubiera ocurrido una catástrofe. Péter estaba apoyado en la horca, y permaneció así un rato, de pie, rígido como un ahorcado que cuelga de la soga.

En otra ocasión salió a dar un paseo de inspección acompañado de Tamás. Se llevaron incluso los gemelos de teatro de Cristina, con aplicaciones de nácar. Siguieron el camino del cementerio, que tan bien conocían. Tamás resollaba, no resistía la pendiente, y mientras andaba leía malhumorado las inscripciones enmohecidas en las lápidas de aquellos que habían muerto hacía más tiempo. Aquel cementerio ya sólo lo ocupaban familias antiguas. Los nuevos ciudadanos se hacían enterrar abajo, en el valle, sin poder disimular la envidia. Las estirpes de rancio abolengo reposaban allí arriba, donde gozaban de un aislamiento señorial. El panteón de los Garren era espacioso y estaba bien cuidado. Anna y Erzsébet solían hacer una excursión hasta allí todos los meses, como si llevasen de comer a los difuntos, con ese alimento peculiar, efímero y al mismo tiempo material que a ningún muerto de buena casta le podía faltar: flores, recuerdos y algo de soberbia. En la cripta ya no cabían todos los Garren. El mausoleo se había llenado a fines del siglo pasado, y algunos Garren, siguiendo el espíritu de las normas que sólo Sebestyén conocía a fondo, habían sido enterrados en los alrededores, como realquilados, por así decirlo. Anna cuidaba aquellas tumbas con un esmero especial, como si quisiera compensar a los difuntos que no habían cabido en el santuario de la familia. Según la costumbre moderna, en las cruces se clavaba el retrato de cada muerto; fotografías esmaltadas que mostraban caras un poco asustadas, con melenas brillantes, de algún que otro comerciante de quesos, o funcionario del Tribunal Tutelar de Menores, con ojos vidriosos, coqueteando con aire cómplice, o con un pestañeo cohibido, hacia algo —o algún— desconocido. Yacía allí una mujer, cuya tumba estaba cubierta de ramajes de frutos rojos, una tal Eta, que había vivido treinta y seis años. Aquella mujer había formado parte de los Garren, pero Sebestyén no estaba muy seguro a santo de qué. Probablemente había hecho su aparición hacía cincuenta años, al irrumpir en la vida de un Garren. Su tumba era convexa, como un sofá a la antigua usanza, un siglo atrás, en el cuarto de una mujer divorciada. Aquella tumba tenía un cariz indecente. Anna había plantado tomillo, y esa hierba aromática cubría por completo la tumba, como



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