Los archivos de Van Helsing by Xavier B. Fernández

Los archivos de Van Helsing by Xavier B. Fernández

autor:Xavier B. Fernández [Fernández, Xavier B.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2018-02-08T16:00:00+00:00


Lo firmaba Alejandro II, Zar de todas las Rusias. Entre el tono de la proclama y la noticia del armisticio con los turcos, resultaba evidente que por el momento el zar no iba a sentarse en ninguna mesa a negociar nada. Esto podía explicar suficientemente el arrebato de cólera del emperador, pero en absoluto el violento repunte de su misteriosa anemia.

De vuelta a casa, me senté ante el escritorio para poner en orden, sobre el papel, mis reflexiones sobre el caso. Primero, traté de relatar metódicamente todo cuanto había acontecido con la gitanilla enferma. Y entonces recordé las flores blancas. Ciertamente, la muchacha parecía haber mejorado tras la transfusión y mientras tuvo las flores a su vera. Y empeoró de forma notablemente rápida tras deshacerme yo de ellas. Desde luego despedían un olor fuerte, algo azufrado, pero ¿por ventura ese olor penetrante podría tener efectos profilácticos? Me parecía poco probable. Pero «poco probable» no es lo mismo que «imposible».

Tomé un caballo y fui al campamento gitano, a preguntarle a la anciana qué clase de flores eran aquellas. Son flores de ajo, me dijo esta cuando se lo pregunté. Y compuso una expresión suspicaz cuando le volví a preguntar, esta vez, que dónde podía encontrarlas.

—¿El vurdalak ha vuelto a atacar? —preguntó.

—¿Quién?

—El vurdalak, doctor. El nosferatu. ¿Alguien ha enfermado? ¿Sufre melancolía, pesadillas? ¿Está débil, pálido, sin sangre en las venas y tiene dos marcas en el cuello?

—Puede ser —dije con reluctancia.

—¡Protéjase, doctor, protéjase! ¿Está bien protegido?

La mujer se abalanzó sobre mí, poniendo sus manos sarmentosas alrededor de mi cuello.

—¡Señora! ¿Qué hace?

Mi primer instinto fue rechazarla de un empujón, pero me reprimí por ser ella una mujer y, además, una anciana de aspecto frágil. Iba a ceder finalmente a mi primer instinto cuando la anciana se calmó de pronto.

—¡Ah! ¡Lo lleva! ¡Lo lleva! —Tiraba del pequeño crucifijo de plata que pendía de mi cuello por una cadenita, bajo la guerrera. Era el que ella misma me había regalado unos días antes. Satisfecha, volvió a ocultarlo bajo la ropa.

—No se lo quite nunca, doctor. El vurdalak está cerca. Duerme durante el día, cuando es débil y vulnerable, y sale a cazar por la noche. Se esconde en algún lugar oscuro y duerme sobre la tierra que pisó cuando vivía. Este país está maldito, doctor, y hemos decidido abandonarlo. Mañana levantaremos el campamento y volveremos a Polonia.

Regresé a la ciudad y visité los almacenes de intendencia. Sabía que entre las provisiones para alimentar a la tropa solía haber grandes cantidades de ajo. Es fácil de conservar, le da sabor al guisote más insípido y su consumo regular parece ser bueno para evitar infecciones. Pensé que si había bulbos quizá hubiera también algunas flores.

El sargento de intendencia al que pregunté se sorprendió un poco al escuchar mi petición. Le aclaré, sin entrar en detalles, que necesitaba las flores para elaborar medicinas, explicación que pareció satisfacerle. Dijo que desde luego tenía ajos, y podía proporcionarme tantos como quisiera, pero flores no. ¿Para qué, razonó, si no se comen?

Me propuso que plantara unos bulbos y aguardara a que florecieran.



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