Las cuatro plumas (Trad. revisada) by A. E. W. Mason

Las cuatro plumas (Trad. revisada) by A. E. W. Mason

autor:A. E. W. Mason [Mason, A. E. W.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Bélico
editor: ePubLibre
publicado: 1902-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo XVIII

RESPUESTA A LA OBERTURA

* * *

Ethne no se volvió hacia Durrance ni cambió, en absoluto, de postura. Permaneció sentada con el violín en el regazo, mirando más allá del jardín hacia la hendija de plata que percibió por la abertura de los árboles. Y mantuvo la postura deliberadamente, porque la ayudaba a hacerse la ilusión de que era el propio Harry Feversham quien le hablaba, y asimismo le servía para ayudarle a olvidar que lo hacía por medio de la voz de Durrance. Casi llegó a olvidarse de que Durrance se hallaba en el salón. Escuchó con intensidad al hombre, ansiando que hablara despacio para que el sonido de su voz le llegara muy lentamente, y el mensaje se prolongara y pudiera ella oírlo y atesorarlo todo, absolutamente todo, hasta el más mínimo detalle, para luego guardarlo celosamente en su pecho.

—Fue la noche antes de que partiera yo en dirección a oriente, aquélla en que me interné en el desierto… por última vez —dijo Durrance; también fue la primera ocasión en que la profunda nostalgia y el sentimiento con que había pronunciado las palabras «por última vez» no emocionaron en absoluto a Ethne.

—Sí —dijo ésta—. Fue en febrero, a mediados de mes, ¿verdad? ¿Recuerdas el día? Me gustaría saber el día exacto, si pudieras decírmelo.

—El quince —contestó él.

Y Ethne repitió la fecha, pensativa:

—Estuve en Glenalla durante todo el mes de febrero —murmuró—. ¿Qué hice yo el día quince? Bueno, no importa.

Aquella mañana, durante todo el tiempo que Willoughby había estado contándole la historia, Ethne había experimentado una especie de sorpresa singular. Sorpresa de que ella no hubiera sabido (por mediación de una especie de instinto) de aquellos incidentes en el preciso instante en que sucedían. La sorpresa volvió a dejarse sentir ahora. Era extraño que hubiese tenido que esperar a aquella noche de agosto y a encontrase en aquel jardín estival, iluminado por la luna y lleno de perfumadas flores, para enterarse del encuentro habido entre Feversham y Durrance el quince de febrero, y sobre todo para percibir el mensaje. Y sintió remordimiento por aquel retraso.

«Fue culpa mía —se dijo—. Si hubiera conservado mi fe en él, lo hubiera sabido inmediatamente. Bien castigada he sido». No se le ocurrió pensar siquiera que el mensaje pudiera contener otra cosa que buenas noticias. Sería una prolongación de las otras que había oído ya y que ahora ampliaría, analizándolas a fin de que quedara redondeado y perfecto el día.

—Anda… —apremió—. ¡Continúa!

—Había estado ocupadísimo todo el día en mi despacho, terminando mi trabajo. Eché la llave a la puerta a las diez, pensando aliviado que no volvería a abrirla en seis semanas, y eché a andar en dirección norte, saliendo de Uadi Halfa y siguiendo la ribera del Nilo hasta la pequeña población de Tewfikied. Al entrar en la calle principal vi un grupo compuesto de árabes, negros, un griego o dos y unos soldados egipcios, a la puerta del café, iluminados por la luz que escapaba del interior. Al aproximarme más, oí el sonido de un violín y de una cítara, ambos tocados infamemente, que iniciaban un vals.



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