Las cosas by Georges Perec

Las cosas by Georges Perec

autor:Georges Perec [Perec, Georges]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1965-01-01T05:00:00+00:00


8

No habrían sabido decir exactamente qué había cambiado con el final de la guerra. Durante mucho tiempo les pareció que la única impresión que podían experimentar era la de un acabamiento, un final, una conclusión. No un happy end, no un golpe de efecto, sino, por el contrario, un final lánguido, melancólico, que dejaba tras de sí una sensación de vacío, de amargura, anegando los recuerdos en la sombra. Había pasado, había huido tiempo; había concluido una época; había vuelto la paz, una paz que ellos nunca habían conocido; la guerra se acababa. De golpe siete años se hundían en el pasado: sus años de estudiantes, los años de sus encuentros, los mejores años de su vida.

Quizá no había cambiado nada. A veces, todavía, se asomaban a sus ventanas, miraban el patio, los pequeños jardines, el castaño de Indias, oían cantar los pájaros. Otros libros, otros discos habían venido a apilarse en los estantes inseguros. La aguja del tocadiscos empezaba a estar gastada.

Su trabajo seguía siendo el mismo: repetían las mismas encuestas de tres años atrás: ¿Cómo se afeita? ¿Les da betún a los zapatos? Habían visto y vuelto a ver películas, hecho algún viaje, descubierto otros restaurantes. Habían comprado camisas y zapatos, jerséis y faldas, platos, sábanas, chucherías.

Lo que había de nuevo era tan insidioso, tan vago, tan ligado a su única historia, a sus sueños. Estaban allí. Habían envejecido, sí. Ciertos días tenían la impresión de que aún no habían empezado a vivir. Pero la vida que llevaban les parecía cada vez más frágil, efímera, y se sentían sin fuerzas, como si la espera, los apuros, las estrecheces los hubieran desgastado, como si todo hubiera sido natural: los deseos insatisfechos, las alegrías imperfectas, el tiempo perdido.

A veces, hubiesen querido que todo durara, que nada cambiara. No tendrían más que abandonarse. Su vida los mecería. Se extendería al hilo de los meses, a lo largo de los años, sin cambiar, casi, sin forzarlos nunca. No sería más que la sucesión armónica de los días y las noches, una modulación casi imperceptible, la repetición incesante de los mismos temas, una dicha continua, un sabor perpetuado que ningún trastorno, ningún suceso trágico, ninguna peripecia pondrían ya en tela de juicio.

Otras veces, no podían más. Querían pelear y vencer. Querían luchar, conquistar su felicidad. Pero ¿cómo luchar? ¿Contra quién? ¿Contra qué? Vivían en un mundo extraño y tornasolado, el universo espejeante de la civilización mercantil, las prisiones de la abundancia, las trampas fascinantes de la dicha.

¿Dónde estaban los peligros? ¿Dónde estaban las amenazas? Millones de hombres lucharon antaño, e incluso luchaban aún, por pan. Jérôme y Sylvie no creían que se pudiera luchar por divanes Chesterfield. Pero, no obstante, hubiera sido la consigna que los habría movilizado más fácilmente. Pensaban que nada los concernía en los programas, en los planes: no les importaban las jubilaciones anticipadas, las vacaciones alargadas, los almuerzos gratuitos, las semanas de treinta horas. Querían la superabundancia; soñaban con platinas Clément, con playas desiertas para ellos solos, con viajes alrededor del mundo, con grandes hoteles.



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