Las chicas de la cantera by Jess Lourey

Las chicas de la cantera by Jess Lourey

autor:Jess Lourey [Lourey, Jess]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2022-11-02T00:00:00+00:00


Capítulo 25

—¿Quién quiere dónuts?

Me tensé como cada vez que mamá tenía uno de sus días buenos. Daba más miedo que en los difíciles. Cuando estaba mal, sabía que no debía bajar la guardia. Pero a veces, cuando estaba contenta, me relajaba, me atraía, me recordaba cómo era antes.

Me dolía mucho cuando cambiaba.

—¡Yo quiero! —dijo Junie, que apareció detrás de mí, con una gran sonrisa.

La miré. Ni ella ni yo habíamos mencionado lo cerca que mamá había estado ayer de otras «vacaciones», pero eso hacía que su buen humor fuera aún más alarmante.

—Lo sé —me dijo Junie, y me empujó para entrar en el comedor de la cocina—. Es día de comer verduras.

Respiré un poco más tranquila. «Día de comer verduras» era sinónimo de «prepárate para un viaje lleno de baches». Se lo había explicado de esta manera cuando tuvo edad suficiente: algunos días eran pésimos desde el amanecer hasta el anochecer, y eso en realidad era positivo porque significaba que estabas agotando tu cuota de mala suerte en un solo día. Al día siguiente, la buena suerte estaba garantizada. La misma teoría que la de comer primero las verduras para que solo quedaran cosas sabrosas en el plato.

Mamá me sonrió.

—¿Y tú, Heather? ¿Quieres dónuts?

Se había peinado de la forma que más me gustaba: con el pelo rizado y un pañuelo blanco atado a modo de diadema, con los extremos sueltos sobre el hombro. Su mirada era pura y clara, el delineador y la sombra azul pavo real hacían que sus ojos parecieran increíblemente grandes. El colorete hacía juego con el pintalabios. Parecía una estrella de la televisión, allí en nuestra cocina, preparando la máquina de hacer rosquillas sin grasa Pandolfo. Supuse que todos en Pantown tenían una. Era el último invento del fabricante de coches Sam Pandolfo, un molde de hierro fundido que cocinaba seis dónuts a la vez. La receta original llevaba trigo integral y pasas, pero mamá hacía los suyos sabrosos, omitía la fruta seca y los espolvoreaba con azúcar y canela.

—Eso sería genial —dije, y me senté frente a Junie—. Gracias.

Mientras trabajaba, mamá tarareaba «My Sweet Lord» de George Harrison. Cada contoneo que hacía con las caderas y cada sonrisa privada con los labios me ponía de los nervios. Junie se hacía la desentendida.

—Ojalá Maureen no se hubiera escapado —dijo, y tomó el cartón de zumo de naranja.

Mamá se detuvo y se dio la vuelta. Su rostro se había vuelto serio.

—¿Qué?

Junie asintió.

—Maureen se escapó hace un par de días. Por eso no pudimos tocar las dos noches en la feria.

—¿Quién te ha dicho que se ha escapado? —pregunté.

Me había llevado el diario de Maureen a casa, donde había hojeado el resto. Solo tenía cuatro entradas más, todas con fecha de este verano, cada una con una lista de lo que había llevado puesto (unos pantalones cortos de terciopelo rosa y una camiseta de béisbol con mangas rosas con el número 7 de la suerte), lo que había hecho y el número de hombres a los que se lo había hecho (dos esta noche.



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