Las cartas la ayahuasca by William S. Burroughs

Las cartas la ayahuasca by William S. Burroughs

autor:William S. Burroughs [William S. Burroughs y Allen Ginsberg]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788433940452
editor: 2019
publicado: 2019-02-28T00:00:00+00:00


Tuyo,

Bill

5 de mayo

José Leal, 930, Lima

Querido Allen:

Te escribo desde Lima, que se parece lo bastante a Ciudad de México como para ponerme nostálgico. México es como mi casa y no puedo estar allí. Recibí una carta de mi abogado: sentenciado en rebeldía. Me siento como un romano exiliado de Roma. Tengo pensado hacer otra incursión por la selva, aquí en Perú, para reunir más material sobre la ayahuasca. Pero antes me pasaré unos días en Lima, tomándole el pulso a la ciudad.

Atravesé el Ecuador lo más rápidamente que pude. Qué sitio más espantoso. Complejo de inferioridad de pequeño país, en fase muy avanzada.

Miscelánea ecuatoriana: Esmeraldas caliente y húmedo como un baño turco lleno de buitres comiéndose un cerdo muerto en la calle principal y un negro rascándose las pelotas dondequiera que mires. El inevitable turco que lo compra y lo vende todo. Intentó estafarme con cada cosa que le compré. Me pasé una hora discutiendo con aquel hijo de puta. Y luego el griego de la agencia de viajes, con su camisa de seda sucia y sus pies descalzos, y su sucio barco que salió de Esmeraldas siete horas tarde.

En el barco hablé con un hombre que se conoce la selva de Ecuador como la punta del capullo. Parece ser que hay bandas de traficantes que hacen periódicas incursiones selváticas contra los aucas (una tribu de indios hostiles. Mataron a unos veinte empleados de la Shell en cosa de dos años) para raptar mujeres, que luego encierran y convierten en esclavas sexuales. Suena interesante. A lo mejor puedo yo raptar a un muchacho auca.

Tengo instrucciones muy precisas sobre cómo llevar a cabo una incursión contra los aucas. Es muy sencillo. Cubres las dos salidas de la casa auca y acribillas a tiros a todos los que no te quieras follar.

Cuando llegué a Manta, un tipo desharrapado, vestido con un suéter, empezó a abrirme las maletas. Creí que era un ladrón desvergonzado, y le pegué un empujón. Resulta que era un inspector de aduanas.

Al barco se le averió una hélice en Las Playas, a medio camino entre Manta y Guayaquil. Desembarqué a bordo de una balsa. Me detienen en la playa creyendo que llegaba ilegalmente del Perú, arrastrado por la corriente de Humboldt, con un chico joven y un cepillo de dientes (viajo ligero de equipaje; sólo lo indispensable), y me conducen ante un viejo hijo de puta amojamado, el consumido y canceroso rostro visible del control estatal. El chaval que va conmigo no lleva papeles. Los polis le decían, con voz quejumbrosa y una y otra vez: «Pero ¿es que no tienes ningún documento?»

Conseguí salir del atolladero en media hora, usando el rollo de que «tenemos-dos-tipos-de-publicidad, sabe-usted,-la-favorable-y-la-desfavorable;-¿qué-clase prefiere?». En mi tarjeta de turista figuro como escritor.

Guayaquil. Todas las mañanas se oye, hinchándose en el aire, el grito de los chavales que venden Luckies en la calle: «A ver, Luckies.» ¿Seguirán diciendo «A ver, Luckies» dentro de cien años? Miedo pesadillesco a la estasis. Horror de verme finalmente atascado en este lugar.



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