La última hoguera by Enrique Tomás

La última hoguera by Enrique Tomás

autor:Enrique Tomás [Tomás, Enrique]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2018-04-30T16:00:00+00:00


46

Don Vicente era una pieza fundamental para la causa. Y negó, como san Pedro, su relación con el maestro, al que había apoyado en la escoleta.

—¿Y cómo consintió, un pastor de la Iglesia, padre Record, que el lobo cuidara de las ovejas?

Toranzo lo sabía todo ya: el maestro era un militar retirado, miliciano de Bertrán de Lis y de Cabrerizo. Sin duda formaba parte de una sociedad secreta de masones.

—¿Conocía y aplicaba su paternidad el edicto de anatemas de 1823? ¿Por qué no denunció a Ripoll?

Contestó el cura, con voz temblorosa, que pensaba que el nuevo maestro «venía solo a ayudar». Lo había conocido durante la sequía del año veintidós, dando pan a los hambrientos.

—Como hombre culto, viajado, se ofreció a dar clases a los niños de La Punta…

Los fruncidos ceños de los interrogadores y su silencio lo atemorizaban.

—El maestro no era un beato —dijo balbuceando—, y sí caritativo con los pobres. Si bien no lo hacía en nombre de Dios, sino, según decía, por los principios universales de la humanidad…

Don Vicente podría haber añadido que lo había ayudado a reparar la ermita de Monte Olivete y que habían paseado juntos por el camino de las moreras, charlando de lo divino y de lo humano. Negó que fueran amigos. Nunca. Él estaba en San Valero, y el maestro…

—Aunque pudiera ser un hereje —se atrevió a sugerir—, decía que creía en un ser supremo, al que se dirigía con el pensamiento, sin plegarias ni rezos. Supongo que se refería a nuestro único Dios…

Ocultó que habían ido a veces a pescar a la albufera, y que se veían con frecuencia en casa de Josep Vivó, en encuentros fraternales. Recordó una conversación en su alquería en una velada. El maestro le había mostrado un libro de Rousseau, el Emilio, un manual útil para enseñar. Y le había escuchado explicaciones de botánica y de ciencias naturales. Se aprendía mucho con sus charlas. Pero no podía decir nada de eso. Los ojos rapaces de Toranzo se clavaban en sus labios, escrutándolo. No podía resistir tanta tensión.

—Oh, no —recuperó su ahogada voz con un atropellado balbuceo—, ¡ese hombre es muy malo! ¡Es cierto! ¡Un liberalote «negro»! No se confesaba nunca, no era devoto de la Virgen. Aunque… no despreciaba del todo la fe, ni las peregrinaciones marianas…

—¡Los caminos del Señor son inescrutables! —exclamó irónico Toranzo—. ¿De verdad que el maestro respetaba el culto sagrado a nuestra Virgen?

Reconoció el asustado párroco que, según decían los niños a sus madres, el maestro jamás comenzaba sus clases con el «Ave María Purísima». Pero él le dijo una vez que era respetuoso con la fe mariana, pues, según Ripoll, inspiraba buenos sentimientos de amor a los sencillos. Se sentía diminuto ante las eminencias que lo miraban cada vez con más desdén. Sí, para ellos él era un insecto, un curita regordete y cincuentón, un retoret de la huerta, sin apenas teologías ni latines, alguien que nunca ocuparía en la curia una poltrona.

—Decidnos, padre Record, ¿no es cierto que no se



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