La tierra bajo tus pies by Cristina López Barrio

La tierra bajo tus pies by Cristina López Barrio

autor:Cristina López Barrio [López Barrio, Cristina]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2024-04-10T00:00:00+00:00


10

Era una noche calurosa. Paciana había instalado a Cati en el cuarto grande, el que ella ocupaba con el marido antes de su muerte. Tenía una cama de barrotes finos de hierro y un colchón de farfolla, que eran las hojas del maíz ya secas. Por eso cada vez que Cati se movía, crujía. También había un armario dividido en dos. La parte que había pertenecido a Eustaquio Ariza estaba vacía. Paciana había quemado toda su ropa cuando Agustín de Lozoya le dijo que su marido se dejó caer por la Quebrada de la Culebra y que por eso no se le daba cristiana sepultura. El humo de la hoguera llegó hasta la plaza del pueblo, y aquella noche todos respiraron al Eustaquio como no lo habían hecho nunca. Una silla baja de brea, una mesilla, junto a un lado de la cama, una jofaina, un aguamanil de metal blanco con el filo azul, para el aseo personal, y un orinal componían todo el mobiliario de la estancia. En una pared, frente a la cama, había un ventanuco redondo. Por él se veían las ramas oscuras de los robles y un pedazo de cielo con estrellas.

Cati no podía dormir. Se levantó y los tablones del suelo restallaron bajo sus pies. Trató de abrir el ventanuco, pero el cierre estaba roto. El aire perecía detenido en la estancia. Y por los huecos que quedaban entre los tablones, subía el sopor de los excrementos del jaco y de la paja soñolienta como una calima que le resultaba irrespirable. Amparada por la oscuridad, hizo pis en el orinal y echó de menos un pedazo de papel con el que limpiarse. Solo serán unos días, se dijo mientras anhelaba su cuarto de baño en porcelana blanca y su aroma de lavanda. Guardó el orinal debajo de la cama y pensó que sería un infierno volver a acostarse. Tenía la cabeza abotargada del vino. Si cerraba los ojos, oía los aplausos de la tarde. Fue Casona el que prendió la mecha junto a los compañeros que no estaban en escena y el público de la plaza los siguió. Aplaudían, sonreían, algunos se entregaban a la risa como si no se hubieran reído en años, en siglos, y de pronto se les echasen encima todos aquellos momentos que creían olvidados.

Cati suspiró y recordó el rostro de su madre. Encendió la lámpara de aceite que Paciana le había dejado sobre la mesilla, y sacó de su maleta, aún sin deshacer, el cuaderno rojo de Cossío y su pluma. Se calzó unas zapatillas de satén beige con unos pompones en el mismo tono y se dispuso a bajar a la cocina. Había un descansillo de donde partía la escalera empinada, con peldaños carcomidos y desiguales. La puerta del otro cuarto estaba entornada. Cati se asomó y distinguió una cama más pequeña con un bulto grande y otro pequeño que eran Fabián y Paciana.

Descendió con cuidado de no hacer ruido. La parte de arriba del portón de la cocina permanecía abierta.



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