La Rosa De Dong Giang by Emilio Salgari

La Rosa De Dong Giang by Emilio Salgari

autor:Emilio Salgari
La lengua: spa
Format: epub
Tags: adventure, love_history
ISBN: 5705547533428
editor: www.papyrefb2.net


CAPÍTULO VIII

Los huracanes de Tonkín y Conchinchina son tristemente famosos. Se forman raramente, cada cuatro o cinco años, y a veces tardan hasta nueve años; pero cuando lo hacen todo lo abaten sus poderosas alas: casas, aldeas, ciudades enteras, plantaciones, selvas gigantescas, y basta que duren diez o doce horas, soplando una mitad de norte a sur y la otra de sur a norte, para cambiar la faz del territorio que recorren.

En el momento en que Tay —See y José abandonaban Bien-hoa, el huracán, que había sido anunciado durante tres días por un gran arco negro, empezaba a rugir.

La espléndida noche se había oscurecido de pronto de tal modo que apenas se veía a diez pasos de distancia, el aire se había hecho pesado, sofocante.

De las negras nubes, arremolinadas en la oscura profundidad del cielo, empezaban a descender impetuosas ráfagas de viento, ya del norte, ya del sur, chocando entre tremendos rugidos, curvando fusiosamente las grandes hojas de los bananos y de las arecas, sacudiendo las copas de los grandes calambrucos y de las descomunales tecas y devastando las inmensas plantaciones de bambú.

Estas bruscas ráfagas, que se dirían ensayos del viento para prepararse para una futura batalla, eran seguidas de instantes de una calma opresiva; pero inmediatamente volvían a sonar los silbidos en la noche, volvían a agitarse, los bosques, a gemir lúgubremente las ramas, a doblegarse los bambúes y a aullar las aterrorizadas fieras.

El caballo, espantado por aquel fragor, que redoblaba su intensidad por momentos, enderezaba las orejas, resoplaba, lanzaba relinchos ahogados, se encabritaba y aceleraba la marcha, como si quisiese competir con el viento y llegar a un lugar seguro antes de que estallase el ciclón en toda su terrible majestad.

José no lo frenaba y lo dejaba atravesar libremente los bosques oscuros y ululantes, abandonando al animal el cuidado de evitarlos troncos de árbol y los arbustos.

Montado con firmeza en la silla, con la mirada encendida y el rostro enardecido, el español aspiraba con avidez el aire cargado de electricidad, estrechando tiernamente contra su pecho a la bella Tay-See, la cual se doblegaba poco a poco entre sus brazos como una flor que se marchita.

—Mi adorada Rosa del Dong-Giang —le dijo el oficial, acercando a sus ardientes labios la frente gélida de la joven—. ¡Mírame! ¡Mírame!

Ella abrió los ojos, movió melancólicamente los labios y apretó los brazos que rodeaban al español, diciendo:

—¡Ah, José! ¡Cuánto te amo!

—¡Ruge, ruge, tempestad! —dijo José apoyándose fuertemente en los estribos—. No te tengo miedo. Sí, mi adorada Tay-See, te llevaré a Saigón, junto con mis compatriotas, y te haré feliz, pese a la ira de la naturaleza. ¿Por qué tiemblas? Ni tu Buda con sus rayos sería capaz de detenerme esta noche.

—No blasfemes, José —murmuró ella con voz temblorosa—. Podría sucedemos una desgracia.

—Esta noche la desgracia no puede alcanzamos. Me siento con fuerzas para afrontarla y para vencerla.

De pronto, Tay-See tembló con tal fuerza y se estrechó con tal urgencia al pecho del español, que éste, asustado, se llevó una mano a la pistola.



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