La Nada Cotidiana by Zoé Valdés

La Nada Cotidiana by Zoé Valdés

autor:Zoé Valdés [Valdés, Zoé]
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


7

El Lince

Sueño con Roma, con mi casa, extraño

los lugares, y todo lo que queda de mí en la

Ciudad jamás perdida.

Ovidio. Tristes.

He quedado así, aquí, amurallada con mis pensamientos, con la extrañeza de la soledad. No sólo de la mía. Sé cuán solo él estará. ¿Sabrá cuán sola estaré yo? Aunque acompañados. Lo que nos unió, lo que hizo nuestra amistad indestructible fue el dolor cotidiano, el terror a sabernos inútiles de repente, el rencor de la nada. Nosotros queríamos trabajar, darlo todo —éramos jóvenes— en esta vida, la única que poseemos. Por el contrario, vivíamos aborreciendo la pausa extrema de la existencia, esa angustia paralizante en la que estábamos sumergidos. Vivíamos exiliados de nosotros, nuestras almas en destierro, el cuerpo respondiendo obediente al interrogatorio de las circunstancias. Porque para cada persona o cosa teníamos que tener un rostro, una respuesta. Una carne adobada. Preguntar no estaba permitido. No era combativo. Él se cansó de ser obediente. (Somos los monjes de una obediencia ciega y, como en la Inquisición, cargamos penosamente con cadáveres achicharrados. Nos doblega una jiba torturante y sangrienta. A la generación de los felices le pesa desgarradoramente en las espaldas demasiada gloria. Nunca podremos erguirnos totalmente por culpa de los fusilamientos. A pesar de que nos temblaban las barbillas, seguíamos creyendo en los editoriales de Granma. Y las motivaciones, en ciertos casos, fueron oscuras.)

Cuando me lo presentaron pensé, «podría hacer de Marcel Proust en cualquier película francesa», tanto se le parece. La misma nariz con un gracioso filo en el medio y la travesura árabe que le jugaron los genes: ojos hondos y soñadores, carmelitas oscuros; pestañas rizadas, cejas engrifadas, ojeras románticas; el pelo suave pero resistente, lacio arriba —lo que hace que no importe hacia dónde se peine, siempre caerá en dos bandos y hará una semiraya con flecos sobre la frente—, y sin embargo encrespado a la altura del cuello, muy negro. Bocón, dientes parejos, un mentón vanidoso, orejas ligeramente despegadas. Estaba orgulloso de su bigote, pero lo convencí de que se afeitara. Por lo cual perdió en algo su misterio proustiano, pero adquirió una enigmática semejanza con Al Pacino.

Nos hicimos amigos mucho tiempo después. Sin embargo, ya yo sabía desde el principio, al conocerlo, que era distinto, raro, un foco de atención. La noche en que vimos Taxi driver, en vídeo, en casa de amigos, fue cuando más o menos entramos en confianza. El vídeo era un invento bastante conocido en el mundo, pero acababa de entrar en La Habana, Ciudad-Laboratorio. Como siempre éramos los últimos en el planeta en enterarnos, y una vez más culpábamos al bloqueo. Él era el único que sabía apretar los botones de aquel artefacto modernísimo. Si a un invitado le entraban ganas de hacer pipí, él paraba la imagen y nadie se perdía absolutamente ningún fragmento del filme. Eso nos tenía subyugados. Él adelantaba la cinta, la atrasaba, con un aparatico que él nombraba como si nada «videocomando», para que uno acabara familiarizándose o por el contrario acomplejado y sintiéndose un burro por ignorar los adelantos tecnológicos.



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