La muerte de Belle (trad. Núria Petit) by Georges Simenon

La muerte de Belle (trad. Núria Petit) by Georges Simenon

autor:Georges Simenon [Simenon, Georges]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1952-01-01T00:00:00+00:00


SEGUNDA PARTE

1

Se daba cuenta de que ya se había convertido en una manía, y eso lo humillaba. También lo humillaba ver que Christine se prestaba al juego. Era evidente que lo había entendido. Las argucias de los dos no dejaban lugar a dudas.

¿Por qué, cuando ella se marchaba para ir a la compra o por cualquier otra razón, sentía él la necesidad de salir de su cubil como un animal de su madriguera? ¿Acaso dejaba de sentirse seguro en cuanto la casa estaba vacía en torno a su guarida?

Era como si temiese ser atacado por sorpresa, sin ver venir el golpe. No era cierto. Su reacción era puramente nerviosa. Pero cuando estaba solo, prefería el living, desde donde dominaba el camino.

Se había hecho su rincón, delante del fuego, donde apilaba los troncos cada mañana, como si se hubiera vuelto friolero.

En cuanto oía subir el coche, se acercaba a la ventana, arreglándoselas para no quedar totalmente a la vista y así sorprender la expresión de Christine antes de que ésta tuviera tiempo de prepararse. Por su parte, ella no ignoraba que la acechaba, adoptaba un aire excesivamente natural, excesivamente indiferente, salía del coche, subía los peldaños y, sólo una vez abierta la puerta, fingía descubrir su presencia, preguntando con voz retozona:

—¿No ha venido nadie?

El juego tenía sus reglas, que uno y otro se ingeniaban en perfeccionar día tras día.

—No, nadie.

—¿No ha habido llamadas?

—No.

Estaba convencido de que si Christine hablaba así era para disimular su incomodidad, para amueblar el silencio que la oprimía. Antes, no sentía la necesidad de hablar sin motivo.

Como un hombre que no sabe dónde meterse, la seguía a la cocina, la miraba guardar la compra en la nevera, tratando siempre de descubrir algún signo de emoción en su rostro.

—¿Con quién te has encontrado? —preguntaba por fin, mirando para otro lado.

—Con nadie.

—¿Cómo? ¿A las diez de la mañana no había un alma en la tienda?

—Quiero decir que no había nadie en particular. O si lo prefieres, no me he fijado.

—¿O sea que no has hablado?

Era un arma de doble filo. Ella era consciente de ello. Y él también. Por eso la situación era tan delicada. Si ella admitía no haber hablado con nadie, él deduciría que se avergonzaba, o que la gente la evitaba. Si había hablado con alguien, ¿por qué no se lo confesaba enseguida y no le repetía las palabras que habían pronunciado?

—He visto a Lucile Rooney, por ejemplo. Su marido vuelve la semana que viene.

—¿Dónde está?

—En Chicago, ya lo sabes. Hace tres meses que los jefes lo mandaron a Chicago.

—¿No te ha dicho nada especial?

—Sólo que está contenta de que vuelva y que, si lo mandan otra vez, irá con él.

—¿No ha hablado de mí?

—Ni una palabra.

—¿Eso es todo?

—He visto la señora Scarborough, pero sólo la he saludado de lejos.

—¿Por qué? ¿Porque es una chismosa?

—Claro que no. Simplemente porque estaba en la otra punta de la tienda y no tenía ganas de que se me pasara el turno en la carnicería.

Ella mantenía la calma y no dejaba traslucir ninguna impaciencia.



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