La máscara de carne by Maxence Van Der Meersch

La máscara de carne by Maxence Van Der Meersch

autor:Maxence Van Der Meersch [Van Der Meersch, Maxence]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Psicológico
editor: ePubLibre
publicado: 1958-01-01T00:00:00+00:00


7

ESA FUE UNA DE LAS épocas más siniestras de mi vida. He llegado a casa de mi tío. Le ayudo en su trabajo en la oficina, pero me he negado a vivir con él. Necesito estar libre y solo, y no tener que fingir sonrisas y contento. Quiero sufrir en paz. Mi hotel se halla en el corazón de París, en la plaza de la Bastilla. Todas las noches acecho a los «paseantes» de los cabarets o los cines, en busca de encuentros equívocos. Películas, teatro, lecturas y espectáculos, música, pinturas, arte, distracciones, belleza, todo París está impregnado de la idea del amor, respira amor… Nunca me acuesto hasta pasada la medianoche. Ni en las horas más locas de mi juventud he conocido un desenfreno más imprudente que el de ahora, en el que me revuelco como un cerdo. No temo nada, y nada me detiene. Nunca he logrado comprender cómo no he caído cien veces en manos de la policía o de un ladrón.

De vez en cuando, brutalmente, recuerdo a Berthilde. ¿Sufre? ¿Qué piensa de mí? Es sana, fuerte y equilibrada. Me olvidará. Amará a otro. Sólo sentirá por mí, más tarde, un poco de odio, de desprecio. Llego al extremo de sufrir por causa de mi inconcebible decadencia, pero no ya por mí, sino por la afrenta moral que le inflijo a ella por el hecho de haber amado a un hombre como yo. ¡Una joven como ella! ¡A un detrito como yo!

Si todavía fuese capaz de una reacción, a ella se lo debería. Por dejar de tener la horrible impresión de rebajarla más y más a medida que me voy hundiendo en el limo.

No pasa una noche sin una cita. Ni una noche sin una aventura. Algunas veces llego incluso a presentarme en las oficinas de mi tío, por la mañana, sin ni siquiera haber regresado al hotel. No me quedan fuerzas para luchar. Soy presa del primer venido, en plena calle… A mediodía, a veces, al salir de la oficina de mi tío… O a las ocho de la mañana, al coger el metro… Me siento vacío de toda voluntad. Soy como un animal desprovisto de cerebro, una verdadera ruina humana. Ni un asomo de resistencia. ¿Adónde voy? ¿Qué me espera? ¿En qué abismo estoy cayendo vertiginosamente? Nada me retiene, nada a que agarrarme. Mido la profundidad de mi caída. El temor me sobrecoge. Escribo a mis padres. Les grito:

«¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Me hundo! ¡Estoy sufriendo!».

«¡No seas ridículo!, —me responde mi madre, con su letra grande y viril—. ¿A qué vienen esos cuentos de soledad y desesperación? En casa de tío Jean estás muy bien y nada te falta. Él te necesita, y nosotros no. Quédate donde estás».

Recibo esta carta en la oficina, una tarde, y me digo:

«Esta noche me iré de juerga… y me suicidaré».

Estoy harto de todo. El vicio es la muerte. El rescate del vicio es la muerte. El vicio me ha conducido a ella.

Hasta medianoche, paso las horas en un pequeño dancing de la Montagne-Sainte-Geneviève, frecuentado especialmente por desequilibrados como yo.



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